
George Washington Cable.
“Posson Jone.”
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Evangelina; romance de la Acadia
Longfellow, Henry Wadsworth, 1807-1882
Vicuña, Carlos, 1886-1977, tr
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http://archive.org/details/evangelinaromancOOIong
Librería, Imprenta i Encuademación de Guillermo E. Miranda,
SANTIAGO DE CHILE, AHUMADA 51
LIBRARY UNIV. OF
NORTH CAROLINA
A la señora
Dona Nicolasa Toro de Correa
Dedica estas estrofas su reconocido amigo
CARLOS MORLA VICU�A
EVANGELINA
Romance de la Acadia, traducido del original inglés de Longfellow, por Garlos Moría Vicu�a
Traduttore tradiitore, dice el adajio italiano, que como otros tantos adajios, tiene mucho de falso y no poco de cierto. Vemos unas veces al traductor, con la mira de asimilarse el pensamiento ajeno, desfigurarlo con la mejor intención, jalo estreche ó lo ensanche en un lecho de Procusto, ya lo ahogue con incauta prodigalidad en un mar de calificativos.
El traductor traiciona unas veces á sabiendas, otras con completa inocencia; esto sucede con mayor frecuencia.
Cada idioma ademas de tener formas que le son propias, que son como un complementóla la vez que un resorte para el pensamiento, ofrece á cada paso dificultades que llamaré filosóficas, para la aceptación de las voces correspondientes en otros idiomas, dificultades que solo pueden salvarse en las obras de arte, estudiando las literaturas comparadas de los idiomas que quieren fundirse entre sí, y libertándonos valerosamente de la estrechez de los vocabularios, obras j ene raímente incompletas, calcadas unas sobre otras y con una mira bien poco artística.
Son las personas versadas en el conocimiento de varios idiomas, las tínicas llamadas á comprender, á sentir esta verdad, que como otras muchas de sentimiento artístico no pueden reducirse á demostraciones exactas.
Y aquí me ocurre recordar aquel dicho de Jorge Sand, que para pensar y para espresarse con ajustada propiedad, mas vale saber bien un solo idioma, que no el conocimiento superficial de varios; pues ese conocimiento es nocivo al empleo preciso, perfecto del propio.
Pensamiento es éste, que no acepto en todo su absolutismo, por más que venga de fuente tan respetable; pero al cual hallo algo de cierto.
Aquel que no conoce diversas lenguas, no vacila ni en la elección de sus términos ni en la forma de sus frases; el pensamiento se cristaliza entonces más fácilmente y de ahí resulta mayor pureza, mayor fuerza: la espresion y la idea toíüan forma casi
á la vez, brotando del cerebro humano el pensamiento armado de punta en blanco, como la Mi nerva antigua.
Si es difícil vertir las ideas de una lengua á otra, tratándose de la prosa, que, compararé a una corriente mansa sin escollos que la desvíen en su. curso, ¡cuánto más difícil, cuánto más ardua no es< la tarea de arrebatar al vuelo el pensamiento fujitivo á veces, latente solamente y apenas bosquejado, en esa forma estrecha y ancha á la vez que Iosgriegos denominaron, con razón, divina: los versos!
¡Cuan pocas traducciones de verso á verso hay que valgan ios esfuerzos hechos por sus traductores.
La Iliada, la Eneida, la Odisea y algunas otrasobras de este género de la antigüedad, y todas aquéllas que no podemos leerlas en el original, poca idea de su gran mérito podrían sugerirnos, si hubiéramos tan sólo de conocerlas por las muchasy variadas traducciones en verso, que de ellas se han hecho en castellano, en francés y demás lenguas vivas.
Allá por mediados del siglo décimo sesto, dieron algunos poetas españoles en intentar traducciones del Tasso y del Ariosto, y si bien la lengua italiana, hermana legítima de la nuestra, parecía prestarse admirablemente á la versificación castellana, casi siempre esas traducciones fueron malas y algunas de ellas para disfrazar su mal éxito prefieren convertirse en imitaciones.
Los modernos han renunciado á traducir obras de ese género de otra manera que en prosa.
Entre las pocas excepciones pue pueden contarse, hállase la Iliada por Barter y la Eneida por Dryden. Chateaubriand al traducir' el Paraíso Perdido, hízolo en esa prosa admirable que todos conocemos, y en ello anduvo cuerdo: su traducción inmejorable.
No sé que exista traducción de Byron que valga algo, y lo dudo, pues seguir al poeta ingles en su propia lengua, no es siempre fácil, tales son los frecuentes y caprichosos desvíos de su fantasía. Lamartine ha creado muchos imitadores en todas las lenguas, especialmente en la castellana; pero sólo algunas de sus armonías y unas pocas de sus meditaciones han sido bien traducidas en verso. Longfellow se ha dedicado con buen éxito á traducir trozos cortos del francés, del alemán y del castellano. Su traducción de aquella copla de Manriquez:
“Nuestra vida son los ríos
Que van á dar á la mar
Que es el morír, es perfecta.”
“ Traduttore tradittore ” tal dicho no conviene al traductor de Evangelina y jiún voy á decir más, aquí el tradutore debe ser llamado para seguir la índole del adagio: Trovatore. “ On ne chante que ce qui ne vaut pas la peine d'etre dit ” exclamaba con la mira de menospreciar la música, que su organización refractaria no comprendía, un prosador francés, y yo recordando esa heregía musical, voy á servirme de ella para dar á conocer entre las muchas dotes que hallo en el traductor de Evangelina la más culminante quizá. Moría ha cantado, y ¡en qué forma tan hermosa!�octavas reales, lo que Longfellow no ha hecho sino narrar, eso sí con una sencillez encantadora!
Ambos poetas, autor y traductor, tuvieron en ello un objeto especial. Despreciando aparentemente la forma, usa Longfellow el exámetro ó sea el verso libre ingles, tan usual en la lengua castellana, italiana y portuguesa, esas hijas legítimas del latín; pero que el ingles no ha aceptado sino por excepción hasta ahora,
Longfellow ha querido mostrarnos y lo ha conseguido, que la sonoridad de un verso y su cadencia, son más cuestión de arte que de lengua; su feliz traductor pensó que bien merece Evangelina al pasar á la lengua de Lope de Vega, la octava real; y con valiente modestria adoptó la forma difícil y la más aristocrática de nuestra lengua, si la expresión me es permitida
El maestro puede modelar en barro y hacer una obra duradera, cumple al discípulo, para copiarle, servirse de más valiosos materiales.
Pocos intentaron copiar á Miguel Angel de otra suerte que en mármol ó en bronce.
Tal ha sido la mente de Moría y si bien á haber sido consultada previamente, hubiérale inducido á seguir al poeta americano hasta en la forma, evitando así una gran parte de las dificultades superadas, es cierto las más veces con un tacto y una valentía digna de todo encomio, así como salvando la falta principal que en su versión ha hallado: cierta monotonía rítmica, de que está exento el original, y que á veces puede parecer prosaica; pero que de seguro no lo es.
En castellana, lengua más trasparente, más pintoresca y melodiosa que la inglesa, esa falta no hubiera existido; además, el verso libre hubiera igualmente libertado á Morla de la traba cruel y dulce á la vez del consonante.
Verso por verso he comparado ambas composiciones; y no vacilo en declarar que, salvas algunas trasposiciones, sobria y juiciosamente hechas, salvas algunas voluntarias omisiones y casi siempre oportunas, he hallado la traducción tan perfecta y ajustada, cuando puede notarse en la estrofa 11.a del canto 1.� Esa bellísima pintura del padre:
“ Carga setenta inviernos el anciano. ”
En cuanto á la mayor o menor perfección-de los versos del poeta chileno, no incumbe á quien como yo no ha escrito jamás una línea en verso, opinar acerca de su mérito; dejo á los peritos en la materia tal tarea. Yo me limito á juzgar, á recomendar al traductor reconociendo que hay música en sus versos, así como hay inspiración en su musa, que no por ser hermana menor de la del poeta americano, deja por eso de estar siempre a la altura de aquélla, sin flaquear, y lo que es más, sin que se note su esfuerzo: el ideal del arte. Hallo en el prólogo de Morla un juicio tan á mi gusto sobre Longfellow que -no quiero agregar á él sino unas pocas palabras.
Philaréte Chasles encomia á Longfellow por haber copiado fielmente á la naturaleza, sin que su imaginación se permitiera adulterar nada, y el entusiasta traductor se ofende y con razón de que llamen copista á Longfellow. A mi entender la misión del poeta, del artista, es, no copiar como la fotografía, no calcar las líneas como las máquinas; el genio no copia, el genio idealiza. Longfellow ha idealizado esa vida patriarcal de los acadienses, así como ha idealizado la belleza real, los paisages americanos.
En Chateaubriand hay más invención y menos verdad, en Longfellow la verdad no escluye nunca la belleza porque la idealiza.
En los tiempos que escribía Chateabriand, cuando despuntaba ya el romanticismo, nn poeta descríptivo no tenía por qué descuidarse de la exactitud de sus paísage&, con tal de que éstos fueran, bellos, bastaba; no todos como Bernardíno St. Pierre hacían cuadros perfectos, copiando á ía naturaleza ínfragantí,
Longfellow representa como pocos al poeta moderno de quien el espíritu de la época exige inspiración á la par que exactitud en sus descripciones* y cierta honradez, que así quiero llamarla la verdad ó realismo que es el gusto de nuestros días.
Además de las altas cualidades morales, de esa cuerda síempre tirante que se nota en todo el poema norte-americano, hay allí destellos sublimes de; santo amor de libertad, no esa libertad que describe Píerre Leroux eon una mujer robusta y fuerte á quien es menester abrazar con los brazos teñidos en sangre, sino esta libertad serena, magestuosa é industriosa, tal cual debemos desearla y practicarla nosotros, libertad que nada tiene de prosaica, por más que sus atributos -sean máquinas, escuelas y trabajo, pues sus frutos son abundancia y bienestar material é intelectual.
Pasaron ya los tiempos en que los harapos eran pintorescos y poéticos. Murillo y sus mendigos han sido reemplazados por los pacientes bueyes de Rosa Bonheur, que nos trasportaba á los campo labrados y fertilizados por el esfuerzo del trabajo libre y bien remunerado.
En la abundancia, en la educación, en esa igualciad ante la ley y ante la sociedad para, el que nació pobre y obscuro, es donde debe buscarse ei ioco del calor vivificante que alimentan las artes.
Se cantará el hogar, la familia, la igualdad, el bienestar social, moral ó intelectual.
Pasó la época de esa afectación amanerada que tuvo su razón de ser.
Hoy los pueblos conocen el camino que conduce á la felicidad; aquellos que de él se desvían, si bien merecen lástima, eso sólo merecen.
Inspírense nuestros jóvenes poetas en fuentes como Longfellow y la poesía hispano-americana dará opimos frutos.
La Evaogelina de Morla es una joya preciosa que merece ser leída con repetición. Quién no hallará en ella sentimientos que hablen á su corazón! El padre, el amante, el esposo, el cristiano, encontrarán allí pasto abundante á satisfacer sus exigencias afectivas. Sea el libro de Moría un presente deí padre á su hija, del amante á su amante, y figure en primera línea entre las joyas indispensable de una mujer, que hoy las gdlas femeninas han de tener mucho de intelectuales para ser durables y no pasar de moda. El mundo no volverá jamás á la sombra de que va saliendo y la moda hoy reinante no cambiará la mujer compa�era y no juguete del hombre.
Noble, santa ha sido la intención de Moría al emprender la traducción de Evangelina, traducción que otro poeta novel hubiera quizá juzgado superior á sus fuerzas; pero con esa noble arrogancia que caracteriza á los chilenos, acometió el joven poeta su tarea, armado de fé y buena intención. tomando por su intención y desempe�o grande, la tarea poco viril de los traductores y haciéndose acreedor al agradecimiento de muchos: no los que pueden leer Longfe�ow en ingles!
Así como es costumbre estampar el retrato del autor en la primera página de sus obras, quiero dar aquí á las lectoras de Evangelina en castellano, un retrato de Moría. A una gran dulzura de carácter, que se trasparenta en sus ojos azules, francos y hermosos, reúne el poeta chileno una rapidez de concepción poco común, unida á una notable facilidad de elocución que se eleva hasta la elocuencia siempre que su corazón se interesa ó su fantasía se exalta. Sue�e la más entusiasta de sus jóvenes lectoras, una cabeza de poeta de 25 a�os, agregue á dos ojos azules, mansos é inspirados una frente tersa de una blancura femenina, corone esa frente de cabellos rubios ensortijados y sedosos, y tendrá una idea aproximada de Carlos Moría Vicu�a.
Eduarda M. de García.
Washington, Noviembre 15 de 1871.
Escrito lo que antecede, un amigo común me envía la carta siguiente que acaba de recibir de Longfellow.
El traductor lia conseguido el mayor triunfo á que podía aspirar, el más difícil: la aprobación del autor. Después de ella todo elogio á Evangelina se hace inútil.
He aquí la carta:
“ Estimado amigo:�He tenido el gusto de recibir su apreciable carta y siento infinito que el Se�or Morla Vicu�a haya dejado el país sin recibir la expresión de mi agradecimiento por su bellísima traducción de Evangelina.
Le escribí el 28 de Septiembre último y dirigí la carta á su dirección de Nueva York. Esta es probablemente la causa porque no ha llegado á sus manos.
Cuando usted le escriba tenga la bondad de explicarle esta aparente negligencia de mi parte y manifestarle cuan complacido he quedado no sólo de su traducción, sino de la estimación y simpatía que le inspiro.
Con las más expresivas gracias por la carta de usted, quedo su atento y S. S.� Enrique W. Longfellow ”
PREFACIO DEL AUTOR
Al presentar al público la versión de una obra* notable de una literatura extra�a, se hace indispensable acompa�arla de algunas explicaciones. El lector necesita, para decidirse á entrar en su lectura, conocer el mérito de la producción original, el propósito que su autor ha tenido en mira, la acogida que á su aparición ha merecido en las sociedades que hablan su idioma y, sobre todo, los móviles que han estimulado al traductor á acometer su tarea.
Evangelina es un romace escrito en exámetros ingleses sobre un argumento francés é histórico por el poeta norte americano Enrique Wadsworth Longfellow.
No manifestaré al público, en estas líneas, la trama que en el poema corresponde á la invención del literato, porque sería despojar su literatura de toda novedad. Sin embargo creo conveniente, para su inteligente comprensión, la exposición del acontecimiento histórico que le lia servido de base.
Acadia ó, como se la llama boy día, Nueva Escocia, fué cedida por la Francia á la Gran Breta�a en 1713, en virtud del tratarlo de Utrecht. Parece que en este cambio no se tomó en cuenta para nada la voluntad de los habitantes y sólo con mucha dificultad se logró al cabo inducirlos á prestar el .juramento de sumisión á la Inglaterra. Declarada, algún tiempo después, 3a guerra entre la porción francesa del Ganada y la británica, se acusó á los -ácadenses de haber auxiliado á los franceses de quienes procedían y con quienes los ligaban mil vínculos amistosos. No se ha averiguado satisfactoriamente aún si la acusación fué ó no bien fundada; sin embargo el resultado no pudo ser más desastroso para los sencillos labradores. El Gobierno Británico ordenó que se les arrancase de mis hogares y se les distribuyese entre colonias remotas de su amada tierra. Esta resolució no fué comunicada á los habitantes hasta tanto que no se adoptaron los necesarios arbitrios para llevarla á inmediato efecto. Llegado ese momento, el Gobernador de la Colonia llamado Lawrence, publicó un bando convocando al pueblo á una reunión en que le notificó que sus tierras, granjas y ganados de todo género quedaban confiscados por la corona, y él mismo en prisión hasta ser embarcados en las naves surtas en la bahía, que, por orden real, debían conducirlos á regiones distantes.
Los colonos habrían podido resistir. Ocho tribus indias cuya alianza se habían granjeado con su amable trato y probidad no desmentida se habrían, al primer grito de socorro, lanzado en su defensa. No tentaron esto sin embargo y se sometieron con resignación. El 5 de Septiembre de 1755 fueron embarcados en naves distintas y su encantadora aldea entregada á las llamas. Halliburton describe este suceso en los términos siguientes: “ Ese fué un expectáculo más horrible que el saqueo de Parga, un acto de! cual conse2'va toda esa región de la América el más profundo recuerdo y que no ha dejado de contribuir á exitar el odio republicano contra los monarquistas de Albión. ”
La colonia victimizada se partió en mil fragmentos. Unos fueron á establecerse en la isla de Santo Domingo, otros en la Guayana Francesa, unos pocos regresaron á Francia, su antigua patria, donde es fama viven aún sus descendientes en Chatellerault, Normandía: pero, sin duda alguna, el mayor número descendió por las aguas del Misisipí hasta Luisiana, donde definitivamente se incorporaron á la población francesa de esas regiones.
Longfellow ha cantado en éste que él modestamente titula cuento de la Acadia que muchos han calificado de poema y que Phiiaréte Chasles denomina romance, las desgraciadas aventuras de aquel pueblo pastoril y escoge sus personages de entre aquellas familias de labradores é industriales.
Evangelina es, ante todo, un poema descriptivo americano. Las escenas de la vida pastoril se encuentran pintadas en él con tal arte y perfección aún en sus detalles más delicados que el lector atento, más que ante una descripción escrita, se figura estar frente á un cuadro acabado, fruto de un pincel magistral.
Aún más fascinadora es la impresión que deja en el alma la pintura de las grandiosas vistas de la virgen naturaleza de este continente. El poeta, con la sublime audacia del genio, se ha cernido sobre el gigantesco panorama y con la mirada del águila, al mismo tiempo que lia abarcado el imponente conjunto, ha sabido penetrar hasta el fondo de sus misteriosos retretes. La vida entera de un gran pintor y la tela más colosal no habrían presentado suficiente espacio de tiempo y de lugar para la copia de tan extraordinario expectáculo. La poesía, más poderosa y atrevida que aquellos elementos materiales, ha logrado encerrar en sus límites esa hermosa perspectiva, y á Longfellow ha cabido el honor de producir el marco artístico que la circunda.
Philaréte Chasles sostiene que el autor de Evangelina ha sido sobre todo fiel en la copia de la naturaleza americana, no habiendo permitido á su imaginación adulterar en nada la realidad ríe los objetos. Ante una opinión semejante podría suponerse que Longfellow no es original, reduciéndolo al rango de aquellos artistas de baja esfera que, inhábiles para crear, frecuentan los talleres de los maestros notables como simples copistas de sus grandes obras. En perfecto acuerdo con la opinión del crítico fraces, no convengo, sin embargo, con esa consecuencia que parece desprenderse de su afirmación. Lamartine ha dicho que la imaginación es un espejo que llevamos con nosotros y en que la naturaleza se pinta. La imaginación más bella es el espejo más claro y más verdadero, aquel que menos se empa�a con el soplo de nuestras propias inveciones. El genio no crea, copia.
Longfellow, es verdad, nada ha introducido exclusivamente suyo en sus descripciones, no ha empa�ado su espejo con sus propias fantasías y esto es precisamente lo que hace su elogio y constituye su mérito. Su bella imaginación se limita á reflejar con sinceridad, y copia á la naturaleza como sólo copia el genio.
Esta es una verdad tan palpable qua, habiendo acometido la misma obra dos espíritus igualmente superiores aunque de caracteres muy diversos, se puede descubrir en sus producciones la analogía de la fidelidad. Las magníficas descripciones que se hallan en Evangelina de la vegetación exhuberante, de los ríos caudalosos y de las dilatadas praderas pobladas de una prodigiosa variedad de animales que vagan sin due�o, suscitan inmediatamente en la memoria las pinturas ricas en colorido, que del seno de este mismo continente nos ha legado Chateaubriand en el prólogo de su Átala y en las páginas de su Natchez. La misión católica, vanguardia de la civilización, sepultada entre las selvas seculares; el venerable y paternal sacerdote que la preside y el tierno culto que tributan, en un santuario agreste, ios candorosos salvajes fascinados por las dulzuras de la religión, hieren la imaginación al escritor francés y al poeta americano de una manera suficientemente diversa para dejar comprobada la originalidad da ambos, pero con cierta espiritual analogía en el fondo, que revela que es genio les es común.
La poesía existe desde antes de los tiempos, dice Emerson, y sólo á los finamente organizados es dado penetrar en la región donde el aire es música, donde se oven los eternos gorjeos. Los hombres de oído más delicado escriben esas cadencias flotantes con mas fidelidad. Chateaubriand y Longfellow, organismos igualmente finos y oídos ambos de una superior delicadeza, han percibido, vagando por el regazo de este nuevo mundo, esa eterna y mágica armonía, y la han trasladado fielmente, en su prosa el uno y el otro en sus solemnes y melodiosos versos.
He considerado ya el poema bajo el más notable de sus aspectos: el descriptivo. Me asiste la confianza de que estimarán en algo mí esfuerzo por naturalizar en el idioma castellano un poema de este género que ya lo está, aunque en prosa, en el francés, el alemán y el italiano, los espíritus ilustrados que anhelan, como un bello ideal, la formación de una nueva poesía americana.
Antes de terminar este prefacio creo del caso insinuar, siquiera sea someramente, cual es el espíritu que domina en esta producción del poeta de Cambridge.
La moralidad, la pureza, el amor al deber, la santidad de las afecciones y la familia profundamente impresos en el poema, contituyen su alma y son como su inspiración secreta.
El crítico americano Whippley ha juzgado elocuentemente esta composición. Longfellow, ha dicho, ocupa un término medio entre la poesía de la vida actual y la del trascendentalismo. Idealiza la vida real, descubre nuevos significados en algunas de sus faces más ásperas, reviste de imágenes familiares los pensamientos más sutiles y delicados, presenta el sentimiento moral más alto en la forma más noble y hermosa, entretege los hilos de oro del ser espiritual con la tela de la vida ordinaria y sabe distinguir las más profundas simpatías del corazón.
El Cardenal Wiseman, que es sin duda autoridad en materia de moral, ha ce�ido también la frente de este poeta con su modesto lauro, expresándose así, á su respecto, en una conferencia á los pobres de Londres: “ Ya nos encante la riqueza de sus imágenes, ya nos arrulle su melodiosa versificación; ora nos eleve con las altas ense�anzas morales de su casta musa, ora nos compela á seguir con corazones simpáticos la peregrinación de Evangelina, estoy seguro que cuantos me escuchan se unirán á mí en el tributo que deseo pagar al genio de Longfellow. ”
Con aplausos de semejante procedencia bien puede hacerse mención, sin peligro, de la crítica que Evangelina mereció, á Edgardo Poe. Juzgó del caso este fantástico novelista el denunciar, refiriéndose á este poema, su propositó de inculcar la moral, como una intrusión de la poesía en una esfera que no le corresponde, pues á su modo de ver lo helio y lo sublime son su propio y único terreno.
Mi admiración por este poema como obra moral y artística, me ha inducido á traducirlo á nuestro idioma. El es una demostración viva de que en los afectos profundos y en la fé perseverante es donde se halla el fresco manantial de la más noble poesía. Se ha hecho tan común, en los últimos tiempos, el buscar el estro en las sombras del desenga�o y en el vacío del escepticismo con una calumniosa y ridicula afectación, que me consideraría muy feliz si, en premio de mi esfuerzo, lograra que algunos buenos talentos, extraviados apesar de su buen fondo por el mal gusto, dieran otro giro á sus ideas literarias, en presencia de la obra de un poeta protestante que tiende á rehabilitar en literatura la fe en todas las grandes y nobles cualidades del corazón humano y á una comprensián mós católica, más vasta y más liberal de las ideas cristianas.
En mi traducción no he adoptado el exámetro que con tan magistal felicidad ha. usado el autor en el poema original, porque ese metro no se halla aún aclimatado en nuestra literatura, habiendo hecho de él raros ensayos poetas medriocres que na constituyen autoridad. Colocado, por esta circunstancia, en aptitud de elegir el metro para mi versión, creí que la importancia de la obra y la riqueza poética de su estilo exigían la más eoble y musical de las estrofas castellanas: la octava real.
Juzgo de mi deber advertir, que debo á la ex-" pontánea y amistosa colaboración del afamado poeta colombiano Se�or Don Rafael Pombo, autor del original poema titulado Eda, algunos de cuyos interesantes fragmentos han circulado por toda la América del Sur, las catorces primeras estrofas del Y canto de la Segunda Parte* Entre ellas y las restante no podrá menos de notarse la enorme distancia que separa la obra del literato consumado de la del novicio.
No ignoro que Cervantes ha dicho que «todos los que vuelven libros de versos en otra lengua, les hacen perder mucho de su natural valor, pues por gran cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegan al punto que ellos tienen en su primer nacimiento.» Esta sentencia no ha impedido, sin embargo, que la traducción de la Aminta del Tasso, hecha por Jáuregui, la haya salvado del olvido.
Abrigo, sobre todo, la confianza de que, en este caso, se atenderá más al amor con que !a versión ha sido hecha que á la inteligencia desplegada en su ejecución.
Nueva York, Septiembre 1.�, 1871.
EVANGELINA
INTRODUCCIÓN
Aquí se alzan los bosques seculares,
Pinos y hayas musgosas se levantan;
Son los antiguos dioses tutelares
Cuya sien canos rizos abrillantan.
Las auras sus históricos pesares
Entre el follaje susurrando cantan,
Y el vecino océano da respuesta
Con su sordo murmullo á la floresta.
¡Este es el denso bosque primitivo!
�Mas dónde están los tiernos corazones
Que aquí á la sombra del ramaje estivo Latían con suaves emociones?
Decid �qué han hecho del hogar festivo
Donde sin inquietudes ni ambiciones
Llevaba sin más ley que la conciencia
El pastor de la Acádia su existencia?
Alcanzo á ver las chozas desoladas!
De aquí ha sido arrancado el buen labriego
Como las hojas van arrebatadas
Al ancho mar en torbellino ciego;
Se descubren aún huellas marcadas
Del destructor, irresistible fuego,
Y del Grand Pré ya sólo y de su estrago
Queda un recuerdo doloroso y vago.
Los que pensáis que amor en su nobleza
Esperar y sufrir sabe paciente;
Los que admiráis la heroica fortaleza
De la mujer que sus martirios siente,
Oid la historia de mortal tristeza
Que con voz lastimera y elocuente
Refiere el aura acariciando el pino:
Es un amor que combatió el destino.
PARTE PRIMERA
En Acádia, del Minas á la orilla,
Tranquila, silenciosa y apartada,
Del Grande Pré la encantadora villa
En un valle feraz se ve fundada,
Como el diamante entre esmeraldas brilla
Luce por verdes prados circundada,
Y estos dan al lugar su nombre extra�o
Y pastos al innúmero reba�o.
A fuer de laborioso y precavido,
Por defender su deliciosa aldea
Diques el campesino ha construido
Contra el flujo invasor de la marea;
Mas abriéndose paso el mar henchido
En la estación propicia, se recrea
Cubriendo con su líquido azulado
La verde alfombra del extenso prado.
El trigo en rubias sementeras crece
Como clorado manto en la pradera,
El silvestre rosal allí florece
Al asomar la alegre primavera,
Y cuando blanda sus corolas mece Roba su aroma el aura lisonjera,
Y á ocultar su botín vuela insegura
Del bosque secular en la espesura.Sobre la blanca niebla al firmamento
Su frente eleva el empinado monte.
Con la bruma marina juega el viento
Y oscurece el confín del horizonte;
Mas no se ve que al huracán violento
El campesino á combatir se apronte,
Porque jamás su rauda catarata
Sobre el Granel Pré la tempestad desata.
Al uso de la antigua Normandía
Del rey Enrique en los tranquilos a�os,
Construye el aldeano su alquería
Con maderos de encinas y casta�os;
Allí á la luz del moribundo día,
Del agreste portal en los esca�os,
Se sientan, con sencillos corazones,
A recordar sus santas tradiciones.
Cuando el sol se despide de la aldea
Y con su iiltimo rayo vespertino
Esmalta la encumbrada chimenea,
La familia escarmena el pardo lino;
El fresco soplo de la tarde orea
La sien del fatigado campesino;
La aldeana ostenta su sencilla gala
Y el campestre jardín su aroma exhala.
Tras los enrojecidos nubarrones
Húndese al fin el sol en el ocaso,
Y sube repartiendo bendiciones
El cura del lugar con lento paso;
Rodéanlo rapaces juguetones
A quienes cuenta prodigioso casor
Y las lindas zagalas de su asiento
Se alzan en respetuoso acatamiento.
Del pueblo silencioso y solitario
La luz crepuscular los techos ba�a,
Anuncia la oración el campanario
Con queja melancólica y extra�a,
El humo, cual de místico incensario,
Asciende en espiral de la cabana,
Y acariciado por letal bele�o
El rendido aldeano se da al sue�o.
Viven así los buenos labradores
En dulce calma y plácida armonía,
Ajenos á los lúgubres temores
Que infunde la malvada tiranía.
Sin sentir los tormentos roedores
Con que la envidia nos destroza impía;
Y un cerrojo, una llave, insulto fuera
Donde absoluta la confianza impera.
Benito Bellefontain su granja habita
A una distancia breve de la playa;
Próximo el mar su arena deposita
Y su música blanda la ola ensaya.
Jamás se ha dicho que enlutada cuita
Ese tranquilo hogar invadido haya.
Que es su custodia, angélica doncella
Prez de ese campo y de su cielo estrella.
Carga setenta inviernos el anciano,
Y es su porte gentil, su aspecto noble,
Mostrando erguido su cabello cano
Como en la selva secular el roble;
Aun no vacila trémula su mano,
Clara es su vista, su actitud inmoble;
Entre nevados flecos su sien brilla
Y es cual hoja de oto�o su mejilla.
Diezisiete risue�as primaveras
Hace que vino al inundo Evangelina;
Lozana cual la flor de las praderas,
Con su inocencia y su beldad fascina;
La luz de sus pupilas hechiceras
Se derrama en su torno y la ilumina,
Y aunque remedan á la noche oscura
Más brilla entre su sombra la ternura.
Cuando en la tarde el campesino siega
La rubia mies del seductor paisaje,
Fresca bebida á escanciarle llega
Bajo la amena sombra del ramaje;
Mas nunca tanto su primor despliega
Como al pasar, ce�ida de albo traje,
Obedeciendo la se�al sonora
Que la llama á la iglesia con la aurora.
Son entonces su orgullo y su elegancia
Rojo collar y candido tocado;
Heredólos la ni�a, allá en su infancia,
Como afectuoso maternal legado;
Es el modesto ajuar que desde Francia
Varias generaciones han usado,
Y en el largo trascurso no hay ejemplo
De vérsele lucir fuera del templo.
A veces, con profundo desconsuelo,
Que hay sombras en su espíritu imagina,
Y santa luz que desvanezca el duelo
Pide al confesonario Evangelio a.
Levantados los ojos hacia el cielo
De allí á la granja orando se encamina
Y, cual suave música fenece,
En su tranquila marcha desparece.
Domina aquella granja pintoresca,
Desde agreste colina, al océano;
Sobre el ancho portal su sombra fresca
Un alto sicómoro extiende ufano;
Cuelga las burdas redes de la pesca,
En la inmediata cerca el aldeano,
Y un musgoso brocal de allí vecino
Anuncia un pozo dulce y cristalino.
Detrás de la mansión se alza el granero
Y en su seno la mies al techo alcanza;
Hacinados están bajo el alero
Los rotos instrumentos de labranza;
El gallo en el harem reina altanero,
Férrea cadena al terranova afianza,
Y en la veleta, que girando chilla,
Jime de amor la tórtola sencilla.
Así en paz con el cielo y con el mundo
Moraba el labrador en la ribera,
Y Evangelina manantial fecundo
De su ventura y sus delicias era;
Cuando en silencio místico y profundo,
A la pura beldad ele la pradera
Ante el altar los rústicos miraban,
Cual visión celestial la contemplaban.
Y hallaban nuevo religioso encanto
Cuando ella meditaba al pie del ara,
Como si su candor con poder santo
Para el cielo las almas cautivara.
�Feliz el que la orla de su manto
O su mano purísima tocara
Y el que á su lado percibiera un día
Que el tierno corazón por él latíaJ
El único esperado con anhelo,
El único con júbilo acogido,
Era Gabriel, por el benigno cielo
Con tan precioso don favorecido;
Era herrero su padre, por modelo
De honradez y valor allí tenido,
A quien ligaba una amistad estrecha
Con Bellefontain desde remota fecha.
Gabriel y Evangelina allí nacieron
Y allí los dos desde su albor temprano
Triscando en el pensil juntos crecieron
Cual bajo un techo hermana con hermano;
Discípulos amantes ambos fueron
Del bondadoso abate Feliciano,
Y así el abecedario en su rodilla
Aprendieron los dos de una cartilla.
Y cuando terminadas las lecciones
Los infantiles himnos entonaban,
Con la nota final de sus canciones
A la encendida fragua ambos volaban;
Con alegres, festivos corazones
Desde el umbral atónitos miraban
Como se transformaba el hierro ardiente
A voluntad del arte inteligente.
En las lóbregas noches del invierno,
Como dos melodiosos ruise�ores.
Ensayaba aquel par su canto tierno
Al compás de los fuelles crugidores;
La fragua, viva imagen del infierno,
Tornaba, con sus vividos fulgores,
En piélago encendido el libre espacio
Y el mar azul en líquido topacio.
Cual plegadas las alas, de la esfera
El águila caudal en raudo vuelo,
Como saeta alígera, certera,
Sobre escogida presa baja al suelo,
Cruzar solía en rápida carrera
Su trineo pintado el blanco hielo,
Desatando el cabello Evangelina
Al soplo de la brisa matutina.
Cuando el niveo sudario desparece
Y en la estación risue�a de las flores
La hermosa creación rejuvenece
Con encendidos, mágicos colores,
El semblante del ni�o resplandece,
Siente en su corazón nuevos ardores,
Y así en los nuestros ejerció su imperio
Aquel sublime natural misterio.
Manaba de sus pechos la ternura.
Como un raudal de plácida armonía,
Y al himno que elevaba la natura
En sus almas un eco respondía;
Así la poma bajo el sol madura,
Rasga el broche la flor, llegado el día,
Y así brotan sabrosos y suaves
Los no aprendidos cantos de las aves.
Como una fresca y límpida corriente
Se deslizó su venturosa infancia,
Y hoy esparce la virgen inocente,
Cual modesta viola, su fragancia.
Gabriel exhibe en su serena frente
De varoniles a�os la arrogancia,
Y orgullo son del pueblo candoroso
Ella tierna y amante, él vigoroso.
II
Como la negra noche al claro día,
Así sucede al fúlgido verano
La estación melancólica y sombría
Que en páramo transforma el verde llano;
Fugaz como una rápida armonía,
Sólo consuela al corazón humano
El calor de noviembre que reviste
De verdor pasajero el campo triste.
Encendido fulgor en el Oriente
De nuevo entonces en la ma�ana asoma,
Irguen las flores la abatida frente
Para morir al exhalar su aroma.
Sobre el mundo la Paz abre clemente
Sus bendecidas alas de paloma,
Y hasta el seno voraz del Océano
Obedece á su influjo soberano.
Dan se tregua en la lid los elementos,
Y en vez del aquilón que al aire oprime,
El apacible soplo de los vientos
Y la onda azul que resbalando gime
Modulan, con sus flébiles acentos,
Una plegaria trémula y sublime,
Que, cual virgen de rosas coronada,
Se remonta á la bóveda estrellada.
Desde su nacarada tienda de oro
El sol preside la brillante escena,
La pluma esmalta al pájaro canoro
Que entona en gratitud su cantilena;
Aljofarado el matutino lloro
Brilla en el prado bajo sombra amena,
Y entero reproduce aquel paisaje
Cada trémula gota del ramaje.
Las horas del reposo y el sosiego
Al caluroso día han sucedido;
Su clámide de púrpura y de fuego
Del cielo azul la tarde ha recogido;
Cae ya de la noche el sutil riego
Y la argentina luna ha aparecido,
Hiriendo apenas con su fría lumbre
Del rojo monte la empinada cumbre.
Tornan á ios rediles las majadas,
Restregando los cuellos blandamente:
Los brutos con narices dilatadas
Aspiran de la tarde el puro ambiente;
El carnero que guía sus pisadas.
De su vellón nevado y reluciente
Y de las cintas con que le han ce�ido
Viene graciosamente envanecido.
Sigue el pastor; el perro va á su lado:
Guardián paciente de importancia lleno,
Recorre á veces presuroso el prado
Rompiendo ancha vereda por el heno;
Al verlo el corderillo rezagado
De su blanco reba�o torna al seno,
Que así respeta al adalid valiente
Que del lobo lo guarda diligente.
De la inmediata y anchurosa vega,
Do crecen el carrizo y la espada�a,
Donde el arroyo entre las guijas juega
Y con diáfanas ondas la mies ba�a,
El tosco carro rechinando llega
De pasto henchido y de flexible ca�a,
Anunciando al ganado su alimento
Con el aroma que desparce al viento.
El fiel frisón sacude la melena,
Salpicada de gotas de rocío,
Y su relincho áspero resuena
Hasta la margen del cercano río,
Larga y pesada ha sido su faena
Sin que desmaye un ápice su brío,
Que mientras más su recompensa tarda
Sobrelleva mejor la dura albarda.
Con mansedumbre fiel la vaca espera
Que su leche á exprimir llegue la aldeana,
Mientras atada á un árbol la ternera
Por ir al seno maternal se afana;
Llega al fin la zagala, y placentera
Estruja la ubre con presión tirana,
Y al sonoro colod.ro baja en suma
Nevado arroyo levantando espuma.
De los zagales con la risa abierta
Monótono el bramido del ganado
Por un ligero instante se concierta
En medio de aquel rústico cercado.
Luego de golpe ciérrase la puerta,
Rechina el sacudido enmaderado,
Y, cesando de pronto aquel ruido,
Todo queda en silencio sumergido.
Dentro de aquella granja está el labriego
Sentado ante encendida chimenea;
Ya al cielo alzó su vespertino ruego
Y en reposo indolente se recrea.
Al fragor de los le�os entre el fuego
Figúrase asistir- á atroz pelea
En que sangre á torrentes se derrama
De incendiada ciudad entre la llama.
La roja luz que en el hogar fulgura
Con caprichoso ingenio le retrata;
En gigantesca sombra su figura
Proyecta en la pared más inmediata.
Los monstruos de su silla en la escultura
Ríen al resplandor de la fogata,
Y cual de oro bru�ido la vagilla
Con el reflejo en la alacena brilla.
El anciano modula los cantares
Que en su infancia ensayó con la zampona,
Ora por los Normandos valladares
Ora en las verdes vi�as de Borgo�a;
Y así como en los bosques seculares
Del tronco al lado el vastago reto�a,
A sus plantas hilando Evangelina
En sus duras rodillas se reclina.
Con su crugido la girante rueda
Al canto de Benito forma coro,
Y cuando en pausa repentina queda
Liga sus coplas con rumor sonoro.
Así se oye en el templo al aura leda
Llevando de oraciones el tesoro,
Y el eco de los pasos so la nave
Cuando el órgano acalla su voz grave.
Percíbese de pasos el rüido;
La sacudida aldaba al punto suena,
Al herrero Benito ha conocido
Y suspende su patria cantilena;
A su fiel corazón prestando oído,
Con esa perspicacia azaz serena
Que el amor desarrolla, Evangelina
Quien viene de él en séquito adivina.
«¡Sed bienvenidos! el labriego exclama,
Cuando Basilio en el umbral parece;
Entrad y junto á la encendida llama
Ocupad el sitial que os pertenece;
En el cancel vecino uso reclama
La pipa que el mecánico apetece;
Tu faz se ensancha y brilla cuando fumas
Como la luna llena entre las bramas.»
«Quién tuviera tu espíritu, contesta,
Al labrador el taciturno herrero:
Siempre vaga en tus labios chanza presta,
Y es tu lenguaje alegre y lisonjero;
Mas mientras tú. Benito, estás de fiesta,
La borrasca se engendra en este otero
Y se ofrecen de Acádia al habitante
Sólo infortunio y destrucción delante.»
Extiende á Evangelina su ancha mano
Para coger la pipa ya encendida,
Y lentamente, con lenguaje llano,
La plática prosigue interrumpida:
«Hace ya cuatro días que el britano,
Con el arma hacia tierra dirigida,
En el Gáspero surge, y hasta ahora,
Cuáles son sus propósitos se ignora.»
«Se nos ha dado perentoria cita
Para la iglesia parroquial ma�ana,
Donde del Rey exhibiráse escrita
La voluntad augusta, soberana;
Cuando de viva voz se la repita,
Ley será en la colonia Americana,
Y el pueblo fiel presentimiento abriga
De que la nueva ley es su enemiga.»
7
Lleno de fe contéstale el labriego
Con acento pacífico y suave:� «
�Por qué siniestro se supone el pliego,
Que condujera la gallarda nave?
Quizás de Albión el excesivo riego
Sus sementeras maltrató. �Quién sabe
.Si vienen á pedirnos provisiones
Para sus desoladas poblaciones?»
«No piensa así la turba de la villa,
Dice el,herrero, y en se�al de duda
Sacude la cabeza: en esa quilla
Viene flotando una venganza ruda.
No olvida la anglicana Camarilla
Ni á Beau-Sejour ni á Port Boyal; se escuda,
Ansiando que su suerte se resuelva,
La inquieta plebe en la vecina selva.»
«El pueblo de sus armas despojado,
Inerme ante los vándalos feroces;
Habrá de someterse resignado
A sacrificios bárbaros y atroces;
En nuestras manos sólo han respetado,
Las rejas, los martillos y las hoces;
Y con ellos, Benito, nadie piensa,
De nuestra hermosa villa en la defensa.»
Aun más su acento el labrador suaviza
Y replica á esa lúgubre pintura: «
Sobre la verde grama que tapiza,
Esta feraz, magnífica llanura,
Del mar ce�ido cuyas crestas riza
El aura fresca, melodiosa y pura,
Más libre estás de cárcel y cadena,
Que guarecido en erizada almena.
«Disipa, buen Basilio, tus temores;
En este hogar, en tan hermoso día,
No haya sombras ni tétricos rumores,
Que es hora de noviazgo y de alegría;
Los jóvenes galanes labradores
Hoy acaban la rústica alquería,
Y como personaje necesario,
No tarda, con sus gafas, el notario.»
Aparte, reclinada en la ventana,
Ld diestra entre las manos de su amante,
Atenta oia la preciosa aldeana
Aquella discusión interesante;
La última reflexión pinta de grana
Su candoroso, seductor semblante,
Y cuando ya el silencio se establece,
El buen notario en el dintel parece.
III
Como se dobla al fin el duro remo
Entre las olas con su esfuerzo diario,
Ya de la edad provecta al peso extremo
Doblegábanse las formas del notario.
El roble así que descolló supremo
Queda, al fin, en la selva solitario,
Y su gallarda copa de otros días
Inclinada y desnuda en agonías.
Debiéronle veinte hijos la existencia;
En sus rodillas nieto tras de nieto
Acarició: por eso su presencia
Infunde donde quiera hondo respeto.
Por venir de anglicana procedencia
Fué del encono del francés objeto,
Mas, á pesar del incesante agravio,
Nunca una queja murmuró su labio.
Con su virtud paciente y sus bondades
Al fin de ser ingles borró el delito
Y se ganó feliz las voluntades;
Llegó á ser de los ni�os favorito,
Pues con cuentos de reyes y beldades
Y consejas del duende, ángel proscrito
Que del párvulo vaga por la alcoba.
La atención inocente les arroba.
álzase el artesano en el momento,
Sacude de su pipa la ceniza,
Y con pausado y estentóreo acento, «
Se�or Leblanc, le dice, en ojeriza
Tiene este pueblo ese pendón sangrienta
Que hoy el Britano en nuestros mares iza,
�Qué misterio, decid, trae esa flota?
Y aquietad el temor que lo alborota.»
� «Mucho es lo que se charla del asunto,
El modesto notario le responde.
También cómo vosotros yo pregunto:
�A qué esa flota bélica y de dónde?
Pero en la incertidumbre no barrunto
Qué funestos propósitos esconde,
�No florece pacífica esta tierra?
�Por qué temer que nos provoque á guerra?»
�«jVive Dios! vocifera el artesano.
Más que precipitado, ya iracundo:
�Será que siempre mano sobre mano,
En su confianza ruin cogitabundo,
A este pueblo sorprenda su tirano?
�No vemos, día por día, que en el mundo
Es del peque�o sucumbir la suerte,
Y el capricho el derecho del más fuerte?»
El notario replica en dulce calma
Y sin tomar de su calor noticia:
� «Si el hombre tiene pervertida el alma
Y llega á ser injusto, en su sevicia,
No alcanzará del vencedor la palma.
Dios es el defensor de la justicia,
Y ella triunfa con él:�en nuestro duelo
Saquemos de este apólogo consuelo!
«En antigua ciudad, cuenta la historia,
De la justicia símbolo, se erguía
Sobre alto pedestal deidad marmórea;
Tersa espada en su diestra relucía
Siendo de su rigor se�al notoria;
Balanza de oro con la izquierda asía,
Y en su alto fiel un lema se ostentaba
Que: «Universal es mi nivel» rezaba.
«Se amó. no se temió su rudo acero,
Las aves á su sombra hicieron nido;
Mas luego apoderóse del pandero
Un mandón intrigante y corrompido;
Gobernado con látigo severo
Al carro del poder fué el pueblo uncido;
Que no hay ley ni justicia que no tuerza,
Cuando amenaza omnímoda la fuerza.
«Extravióse de un noble en el palacio
De artístico primor alhaja belia;
De diamantes, de perlas y topacio
Era la joya refulgente estrella;
ávida la justicia largo espacio
Del ignoto raptor siguió la huella;
Sospechas de una huérfana se tuvo
Y á muerte el juez de sentenciarla hubo.
«Sufrió al pié de la estatua su martirio
Y exclamó al sucumbir: ¡á Dios apelo!
Su alma inocente como casto lirio
En busca de justicia, subió al cielo;
Mas, caundo en alas de su fe al Empireo
Libre tendía el magestuoso vuelo,
Súbita se cirnió tormenta ruda
Y un rayo destrozó la estatua muda.
«Fué la balanza de la izquierda mano
Por el fuego del cielo arrebatada,
Y á su terrible golpe, sobrehumano.
Los platillos rodaron por la grada.
En ese instante el misterioso arcano
Se reveló á la turba amedrentada:
Pues allí de una urraca se halló el nido
Y el tesoro extraviado allí escondido.»
Oyó la historia el artesano atento,
Y aunque no convencido, quedó mudo;
Sintió anhelo de hablar aquel momento,
Pero palabras encontrar no pudo;
En líneas el profundo pensamiento
Cristalizóse en su semblante rudo,
Cual brilla en las ma�anas invernales
Congelado el vapor en los cristales.
Un jarro de aromática cerveza
La sencilla zagala trae entonce;
La luz con fino tacto despaveza
Y brilla más la lámpara de bronce;
Recado de escribir al punto empieza
A alistar el notario; sobre el gonce
Gira la puerta y entran los amigos
Que van de aquel enlace á ser testigos.
8
La edad de los mancebos y la data
De aquel solemne, memorable día
En que á dos almas amorosas ata
Con nudo santo el que los orbes guía,
El notario consigna; en pos relata
La dote que ella al matrimonio fía,
Y el sello de la ley estampa luego
En la ancha margen del escrito pliego.
El labrador á su gaveta acude,
Y sin alarde, con abierta mano,
La sonora moneda allí sacude
Y triplicado precio da al anciano.
A Dios, porque los guíe y los ayude,
De la vida al cruzar el océano,
Bendiciendo aquel par recién unido,
Votos hace el notario agradecido.
Los rebosantes espumosos vasos
De júbilo en se�al se alzan al punto;
Sonríe el grave, anímanse los lasos
Y brindan todos al feliz ayunto.
De tal ventura ejemplos son escasos,
Era aquel de la gloria fiel trasunto;
Nadie pensado hubiera que ya el duelo
A las puertas tocaba de aquel cielo!
Junto á la mesa, en el rincón proscrita
Y enjugada del labio el alba espuma
El labrador al juego los invita.
Uno apura la copa, el otro fuma.
Al que ganando va se felicita,
Al que pierde, con chanzas, se le abruma;
Y de esta franca, inofensiva suerte
El círculo amistoso se divierte.
En coloquio á los novios vése en tanto
De una ventana á la apacible lumbre;
El mar eleva su solemne canto,
La luna esmalta la empinada cumbre
Y eclipsa ya con luminoso manto
De los astros la clara muchedumbre;
Parece en fin que la natura entera
A su dicha sin límites se uniera.
Alegre así la noche se desliza,
Cuando el bronco esquilón del campanario,
Cual lamento de un pueblo que agoniza,
Da de las nueve el toque funerario:
La tertulia á ese son se paraliza,
Triste queda el hogar y solitario;
Su último adiós la ni�a da en la puerta
Y á separarse de Grabriel no acierta.
El ascua en la ceniza sepultada,
A su alcoba Benito se encamina
Subiendo, por su lámpara alumbrada,
Amplia escalera de labrada encina;
Con planta silenciosa y delicada
Asciende de él en pos Evangelina,
Y mejor que su antorcha, con luz pura,
Su rostro alegre y virginal fulgura.
Cruza los espaciosos corredores
Y salva de su alcoba los umbrales.
No deslumbran allí los esplendores
Con que brillan alcázares reales;
Flotan risue�as, perfumadas flores
Sobre onda clara en diáfanos cristales,
Y leda juega el aura vespertina
Con la bordada, candida cortina.
Extingue allí su lámpara... La luna
Ba�a con luz suave el aposento...
Y cual dormido infante en blanda cuna
Oscila al soplo de apacible viento,
Grato á Dios y feliz con su fortuna
En un lago de dulce sentimiento,
Arrullado por música divina,
Mécese el corazón de Evangelina.
Celeste aparición! Desnudos posa.
Sobre el tapiz ba�ado en lumbre fría,
Sus pies de nieve y purpurina rosa.
Ideal de una casta fantasía
Que en su absoluta soledad confía.
¡Incauta! de su amante no sospecha
Que oculto entre los árboles la acecha.
Piensa en él, y es feliz!... Mas sombra aciaga
Su angelical espíritu entristece,
Cual negra nube que en el cielo vaga
Y á intervalos la atmósfera oscurece.
La luna avanza cual nocturna maga,
En su séquito un astro la obedece;
Vago así en pos de Agar con paso incierto
Jadeante Ismael por el desierto.
STOPPED HERE
IV
Inundando el poblado de alegría E inspirando á los pájaros cantores, Baya la aurora del siguiente día. Al despuntar sus mágicos albores La fragata su mástil atavía Con los vivos británicos colores, Y pasa el pueblo del letal reposo Al tráfico animado y bullicioso.
De las chozas que pueblan el paisaje Acuden á la aldea mil zagalas, Y ostentan todas su festivo traje, Pues es digna la fiesta de sus galas. Su carcajada franca y sin ambaje Del viento de los campos vuela en alas. Copiando el grupo, el arte trazaría De la aurora feliz alegoría.
.._ 64 �
Llega al zenit el sol, y ya en la aldea No repercute el eco de un martillo. La multitud por la ciudad pasea, Fórmase en cada puerta ancho corrillo; Toda casa es posada en que la tea De la hospitalidad vierte su brillo; Que en su vida tranquila é inocente Aún no hay mío ni tuyo entre esa gente!
Benito Bellefontain la fama goza De ser sobresaliente en su hospedaje; No halla el huésped doquiera linda moza Que como Evangelina lo agasaje; Ella á la gente obsequia y alboroza Con cuanto hay de esquisito en el paraje. Vagando por sus labios blanda risa, Gomo entre rojos pétalos la brisa.
Bajo las copas de arboleda umbrosa, Al peso de sus frutos inclinadas, Giran en danza rápida y airosa Gentiles mozos y campestres hadas; En blando lecho de jazmín y rosa Extiéndense mil viandas delicadas, Y presiden la escena de ventura, Desde el portal, el labrador y el cura.
� 65 �
Basilio y el Notario están con ellos. El cantor popular de la floresta, Miguel, el de los candidos cabellos, Dispuesto siempre á la animada fiesta, Bajo un árbol que aplaca los destellos Tiempla el tosco violín, única orquesta, Con semblante encendido como una ascua Y alegre el corazón como una pascua.
Su música y su voz al aire lanza,
Y al par con planta ruda el compás lleva; Así á la alegre, encantadora danza Infunde animación y vida nueva.
Al más adusto en la partida alcanza El entusiasmo que el cantor subleva,
Y en sus brazos Gabriel su novia admira., La más hermosa que en la danza gira.
Así pasó feliz esa ma�ana; Mas, ¡ah! que luego á interrumpir la fiesta Se�al sonora envía la campana Desde la cumbre de la torre enhiesta... Asústase escuchando la aldeana Redoble militar en la floresta, Y acuden á la voz de los tambores Al templo parroquial los labradores. 9
� Gí) �
No entran allí sus hijas; porque esquivas Presienten ya sus lástimas futuras... Presas ele alarmas lúgubres y vivas, En el patio las blancas sepulturas Adornan con silvestres siemprevivas, Postrer tributo de sus almas puras, Y en esto, en son marcial, una brigada Penetra de la iglesia en la portada.
De los tambores al redoble horrendo Retiemblan á la par muros y nave; Cierra la única puerta con estruendo Regio oficial, y guárdase la llave; De aquel drama fatídico y tremendo Aguarda el fin el pueblo mudo y grave, Y con acento bronco y estentóreo Habla entonces el jefe al auditorio:
� «De orden del Soberano aquí he venido
Y os he también por su orden convocado. Con este pueblo generoso ha sido,
Y �cómo su bondad habéis pagado? A vuestros labios la respuesta pido! Dura y triste misión me ha encomendado; Mas, aunque es mi deber amargo y duro, Con estricto rigor cumplirlo juro.
67
«Confiscados están por la Corona, Vuestras casas, ganados y terrenos, Y seréis transportados á otra zona. Como á léales subditos y buenos. En las nuevas regiones que hoy os dona, Os desea mi Rey días serenos; En tanto daos presos en mi mano, Que así ordenarlo plugo al Soberano!»
Cual suele en la canícula encendida De súbito engendrarse la tormenta, Y en la esfera, en un punto oscurecida, Flamígero relámpago revienta;� Corno sobre la mies rubia y erguida Cae en hora fatal lluvia violenta, Así el regio despótico mandato Cae sobre aquel pueblo timorato!
Hondo silencio reina un breve instante; Luego un rumor de cólera y de duelo Se alza como el rugido de un gigante, Que estremece la bóveda y el suelo; La multitud se lanza delirante A la cerrada puerta; ¡vano anhelo! No es posible escapar á los sayones, Y la plebe prorrumpe en maldiciones.
Crece en la casa del Se�or la grita;
Y descollando en la revuelta escena, Gomo del buque náufrago se agita Sobre las ondas la tronchada entena, Basilio audaz á la venganza excita
Y clama en voz que la parroquia atruena: «¡Muera el inglés! ¡Abajo el vandalage! Jamás le hemos jurado vasallaje!»
Hubiera dicho más; pero un soldado, Con mano férrea, sacudió en la boca Sudo golpe al patriota venerado, Que al duro pavimento le derroca. Precipítase entonce el pueblo airado, Con la temible soldadesca choca, Y si el abate allí no interviniera, En la ardua lucha sucumbido hubiera.
El padre Feliciano desde el ara, De ornamentos sagrados revestido, Su diestra extiende y al instante para De aquel tumulto anárquico el ruido. Siniestra palidez cubre su cara, Y hasta lo más profundo conmovido Su noble corazón, ele esta manera Habla á la turba que en suspenso espera:
� 69 �
«Hijos míos, �qué hacéis? �Qué atroz demencia.
Vuestras razones lúcidas empa�a?
�No os he dicho; á la sabia Omnipotencia
Doblad la frente cual flexible ca�a?
�Pagáis así el labor de mi existencia,
Dejándoos llevar por cruenta sa�a
A luchar y morir con alma adusta
De un Dios de paz en la mansión augusta?
«¡Ahi Yed que Cristo de la Cruz os mira!
Sus ojos contemplad! Ved la dulzura
Con que la llama de amorosa pira
En su faz melancólica fulgura!
Oid como su labio aún suspira,
�Oh Padre!perdonadlos! Con ternura,
Perdónalos, oh Padre, repitamos,
Y sumisos al Grólgota subamos!»
Es breve este reproché, más profundo Penetra en los sencillos corazones; Aplácase aquel piélago iracundo Movido de furiosos aquilones; Esas palabras manantial fecundo Son de celeste paz y bendiciones, Y desechada la pasión nefaria Alza el pueblo de hinojos su plegaria.
- 70 �
Entre rojos claveles y albos lirios, En blandones más fúlgidos que el oro. Arden sobre el altar los blancos cirios: El templo llena el órgano sonoro; Y resignado á todos los martirios El pueblo, al sacerdote haciendo coro, En alas de su místico ardimiento De Dios se eleva al inmortal asiento.
En breve tiempo, á su dolor despierta, Cubre la población tétrico manto, E hijas y madres van de puerta en puerta Como dementes y en acerbo llanto; De la alquería paternal desierta En el dintel Evangelina en tanto, Ignorando que el pueblo se halla preso. Aguarda de los suyos el regreso.
Con la nevada mano transparente De los rayos del sol su vista guarda; Dora sobre ella el astro refulgente De la alquería la techumbre parda, Y horas há que la vuelta de la gente Sobre el albo mantel adentro aguarda, Exhalando fragancia deliciosa, De sazonadas frutas cesta hermosa.
Cuando el poniente sol proyecta y tiende De la herbosa pradera por la alfombra De opaca nube que su rayo enciende Y de frondosos árboles la sombra, Oscuridad más lúgubre desciende De la ni�a al espíritu; se asombra De la larga tardanza, y determina De la duda salir que la asesina.
Nuevas corre á inquirir! Más le valiera
Quedar en su ansiedad y su ignorancia.
Infeliz! la desdicha es traicionera
Y se goza en probar nuestra constancia.
Al fin descubre la verdad severa;
Mas no sucumbe, rió: dulce fragancia
De paciencia y virtud de su alma asciende,
Como luz que de lo alto se desprende.
De abnegación sublime poseída Por los senderos de la villa vuela; De sus males magnánima se olvida
Y las ajenas lástimas consuela.
Ah! no hay bálsamo, no, para la herida Que ella en su amor cicatrizar anhela,
Y ya tiende la noche el negro manto Sobre la población sumida en llanto.
� 72 �
Velada entre la sombra Evangelina,, Manando sangre de la abierta llaga, A la sagrada cárcel se encamina
Y de sus muros en contorno vaga; Solicita á escuchar allí se inclina... Reina silencio en la prisión aciaga... Clama en alto: Gabriel! �dónde estás? dónde?
Y sólo el eco á su clamor responde.
Torna triste á la granja abandonada Por la desierta calle de la aldea; Allí está aún la mesa aderezada, La llama en el hogar chisporroteaT
Y alumbra aquella casa desolada Su incierta luz cual funeraria tea. A,tanto horror su corazón vacila
Y en su aposento tímida se asila.
El rumor de la lluvia entre las hojas Al casto oído de la virgen llega; Relámpago fugaz con lumbres rojas A su vista la bóveda despliega;
Y el sordo trueno, en medio á sus congojas, Cuando su rostro en lágrimas se aniega,
Le recuerda que un Ser el mundo rige
Y á Dios con fe su espíritu dirige.
V
Cuatro veces el sol puéstose había, Y el gallo anuncia á la dormida aldeana Que la aurora fatal del quinto día Reviste ya la esfera de oro y grana; A breve rato, por tortuosa vía, De labradores triste caravana Cruza la faja de terreno angosta Que separa la aldea de la costa.
En toscos carros conduciendo vienen Su sencillo, doméstico menaje; Y antes que de su vista lo enagenen Verde colina ó rústico ramaje, A mirar, infelices, se detienen Por la postrera vez aquel paisaje, Mientra inconsciente el ni�o de la aldea Alegre al tardo buey aguijonea. 10
Así llegan delGáspero á la boca
Y amontonan sus bienes en la playa. Entre la nave y la poblada roca Boga una embarcación ligera y gaya; Ya el sol rojizo en el ocaso toca,
Y de la tarde el esplendor desmaya, Cuando un redoble de tambor resuena Que convoca la gente hacia otra escena.
La puerta de la lúgubre capilla
De pronto se abre y salen escoltados
Los habitantes de la agreste villa
Por dos gruesas columnas de soldados.
Desde la iglesia á la arenosa orilla
Descienden, entonando himnos sagrados,
Como suele cantar el peregrino
Por aliviar las penas del camino.
Plegaria de Católicas Misiones Elevan al cruzar por la pradera; «¡Fuente de inagotables bendiciones! Corazón de Jesús! haznos ligera Esta carga de acerbas aflicciones Que hoy nos impone Providencia austera! >: Y tinen sus trinos á las voces graves, �Como alados espíritus, las aves.
� 75 �
En medio de esta probación tremenda Ni un sólo instante la doncella gime. Con alma superior, cual digna ofrenda, Presenta á Dios resignación sublime, Y aguarda muda en medio de la senda Que la turba cautiva se aproxime, Pues vienen entre aquellos labradores Su padre y el imam de sus amores.
Ya están allí; con pálido semblante Gabriel, temblando de emoción, camina: Verlo é irse á sus brazos anhelante Era lo que aguardaba Evangelio a; Se enlaza á él, diciéndole triunfante, Mientra en su hombro gentil la sien reclina: «¡Gabriel mío! qué importa el mal presente, Si sobrevive nuestro amor ardiente!»
Torna á mirar al padre, ¡atroz mudanza! Pálida está y marchita su mejilla; El celeste fulgor de la esperanza Ya en sus pupilas húmedas no brilla;. Lento, con pasos trémulos, avanza; El dolor con mil dardos acribilla Su viejo corazón que apenas late, Y sucumbir se siente en el combate
� 76
Corre á él la zagala cari�osa;
Se enlaza tierna á su abatido cuello;
Sobre la ajada sien los labios posa
Y de su amor filial imprime el sello:
Mas, ¡vano afán! al borde de la fosa,
Queda de animación sólo un destello
Al noble anciano, que en la adversa suerte
Bálsamo á su dolor mira en la muerte.
Ya llevan á la flota á los proscritos; Crece la confusión en la ribera. Arrancados del seno los hijitos Sobre el mar una madre se exaspera. Así á un pueblo destrozan por delitos Que el Rey castiga sin mentar siquiera: Y su infame crueldad tanto alquitaran Que aun á Basilio de Gabriel separan!
En medio de la lúgubre tarea, Húndese en el poniente el sol lejano; Al secreto poder de la marea Retrocede sumiso el océano; Y reposa la gente de la aldea, Como en su marcha el nómade gitano Acampa en la península espa�ola, Donde resbala exánime la ola.
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Avanzada la noche, de los prados Llenando el aire con silvestre aroma, Tornan á sus rediles los ganados Por la desierta y enriscada loma; Aguardan en la cerca acostumbrados, Pero á quitar las trancas nadie asoma; Bien provista la vaca trae la ubre, Pero á la orde�adora no descubre!
El pueblo misterioso y solitario
Se halla en hondo silencio sumergido;
No anuncia la oración el campanario
Con tierno y melancólico ta�ido;
Ni exhala ya, cual místico incensario,
Su espira de humo cada hogar querido:
Así el monarca en su arbitrario imperio
Torna un centro de vida en cementerio.
Entre tanto la plebe en la ribera, Aprovechando náufragos despojos, Logra encender resplandesciente hoguera Que al mar dilata sus destellos rojos: Más pálidos los rostros que de cera, Arrasados de lágrimas los ojos, En torno á aquella improvisada lumbre Repliégase la triste muchedumbre.
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Se multiplican las fogatas luego; Y, cual de choza en choza andar solía. El sacerdote va de fuego en fuego Consolando á la gente en su agoníaComo refrigerante y blando riego Vierte en las almas su palabra pía. Pablo así, cuando náufrago se hallaba. En las playas de Mélita vagaba!
Llega al lugar do se halla Evangelina Al moribundo padre consagrada; La roja llama trémula ilumina Del anciano la faz desencajada. En vano lo acaricia tierna y fina, Y ofrécele alimento la hija amada; La hoguera mira y su fulgor incierto,. Paralizado y mudo como muerto.
Benedicite! exclama el santo cura Con aquel dulce tono qué prepara A un gran dolor, y continuar procura, Mas su propia emoción lo impide avara; Y cual tímida, tierna criatura En el dintel de una mansión se para Del interior oyendo los lamentos, Así en su labio espiran los acentos.
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Torna á Dios la mirada lacrimosa^ Indiferentes al humano duelo. Van los astros en hueste luminosa Por la enlutada bóveda del cielo. Sobre la ni�a entonces temblorosa, La diestra extiende con piadoso anhelo; Solloza la infeliz junto á la llama, Y él compasivas lágrimas derrama.
Como en oto�o la sangrienta luna
Del pálido horizonte se desprende,
Súbita luz que el monte y la laguna
Y todo lo enrojece, el sur enciende.
Cual airado titán la ancha columna
Sus cien brazos de fuego en torno tiende,
Y^ amontónase nube sobre nube
De un humo espeso que chispeante sube.
Crece el incendio; alcanza su reflejo Las naves á alumbrar en la bahía, Tórnase el mar en diamantino espejo
Y en reluciente plata el ancha ría; Cubre la esfera azul manto bermejo,
Y la llama voraz con zana impía Corre por los techados de la aldea Lanzando al viento la tostada enea.
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Vése desde el lejano campamento La pira funeral que el cielo dora,
Y el pueblo exclama en lúgubre lamento: «¡Adiós por siempre, villa encantadora!» El rojizo fulgor del firmamento Confunde el gallo con la alegre aurora,
Y del ganado al par que muge y brama. Cantor saluda la siniestra llama!
Cual tiembla del Nebraska la llanura Cuando del indio el búfalo seguido Cruza en tropel su perennal verdura Y alarma el campamento adormecido; Así, aumentando la hórrida pavura, Llena el espacio atronador ruido: Es el ganado que furioso y ciego Rompe por entre el círculo de fuego.
Como marmóreo grupo inanimado El párroco y la ni�a ven la escena; Luego del mudo compa�ero al lado Tornan á mitigar la intensa pena. ¡Ah! de su asiento el mísero ha rodado Y de la playa en la luciente arena Yace yerto cadáver extendido, De donde el noble espíritu ha partido.
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La frente inanimada alza del suelo Suavemente el sacerdote santo; Se abraza al cuerpo rígido cual hielo La tierna ni�a en medio de su espanto; Superior á las lágrimas su duelo, No brota de sus párpados el llanto, Y en su desesperado desvarío Esconde el rostro en el cadáver frío.
Así pasa la noche tenebrosa En profundo desmayo sumergida; Y: cuando al asomar el alba hermosa De aquel sue�o letal vuelve á la vida, Hallan sus ojos turba numerosa, En círculo, en su torno reunida, Sobre la escena del dolor velando Y su mudo martirio contemplando.
El moribundo incendio de la aldea Enrojece el espacio todavía,
Y al resplandor de funeraria tea Que sobre el cuadro doloroso envía. Del juicio universal la horrible idea Asalta su excitada fantasía,
Y oye trémula voz que de esta suerte Rompe el hondo silencio de la muerte: 11
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«Sepultárnoslo aquí, junto á los mares;
Y si permite el cielo que tornemos Alguna vez á nuestros patrios lares, Su sagrada ceniza exhumaremos,
Y en medio de los plácidos hogares A su memoria un túmulo alzaremos, Legando al porvenir con esa ofrenda De su vida y martirio la leyenda.»
Allí de prisa, en la desierta orilla, Cavan la transitoria sepultura; Son lamentos sus dobles, y es la villa Fúnebre antorcha que en su honor fulgura. Hincando el triste pueblo la rodilla, Responde humilde á la oración del cura.
Y al batir de la mar, los acompa�a Música melancólica y extra�a.
Es el murmullo que alza la marea Al volver á la tierra con la aurora. Concluye del embarque la tarea Mientras el pueblo inconsolable llora... Luego, dejando en ruinas una aldea
Y un sepulcro en la playa, voladora Sus blancas alas la flotilla extiende
Y las espumas de los mares hiende!
SEGUNDA PARTE
2x\z Seé^xida
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Habían luengos a�os trascurrido Desde el incendio de la villa agreste, Desde que por las auras impelido Tendió el convoy las alas al sudeste. Trasportando á país desconocido Un pueblo opreso por tirana hueste, Porque ordenarlo así plugo á un monarca Que medio mundo con su cetro abarca.
Fueron los acadenses arrojados, Por orden del mandón, en tierra ignota Y por extra�as costas derramados Como mísero ejército en derrota, O cual copos de nieve dispersados Cuando furioso vendaval azota; Que el déspota cruel con sa�a fiera Extirpara esa raza si pudiera.
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Sin amigos, ni hogares, ni esperanza Vaga el pueblo Acadense peregrino. Hasta los lagos por el Norte alcanza Y hasta la Austral Sabana en su camino. Desde el piélago azul al punto avanza Do el Padre de los Aguas su destino Cumple, arrastrando al mar el alto monte Los huesos á cubrir del mastodonte.
En busca van de amigos y de hogares;
Y muchos agobiados de amargura, En medio de los bosques seculares, Ya al mundo sólo piden sepultura; Está en los religiosos valladares, De los sepulcros en la piedra dura, Grabada de los tristes la memoria
Y referida su doliente historia.
Por muchos días pálida doncella Miróse sola entre la turba extra�a, Sufriendo tierna, resignada y bella Del infortunio la tremenda sa�a. Triste veía levantar sobre ella A la pálida muerte su guada�a, Y miraba de túmulos cubierto De su existencia el árido desierto.
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De ilusiones que el tiempo ha calcinado, Restos de una pasión desvanecida, Veía aquella víctima sembrado El sendero espinoso de su vida. Va así al Oeste explorador guiado, En marcha aventurera y atrevida. Por osamentas mil que al sol relucen Y hogueras que á cenizas se reducen.
Algo había incompleto en su existencia. Algo en fragmento doloroso había, Cual si una linda aurora en su opulencia, En medio de su brillo y su armonía, Al punto original de procedencia A descender tornara. Parecía Rosa que el crespo seno de oro y grana Lánguido inclina en su primer ma�ana.
Solía el pueblo divisarla errante
Por las sendas de triste cementerio.
Descifrando con ojo penetrante
De cada losa el funeral misterio,
Más de una vez mirósela delante
De aislada tumba, con semblante serio,
Si sería dudando recelosa
Del bien perdido la ignorada fosa.
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En las ciudades discurría á veces Por sus duros contrastes abrumada, Hasta que de su anhelo en nuevas creces, Su alma de ardiente sed atormentada. Alzando á Dios sus fervorosas preces, La peregrinación abandonada Emprendía de nuevo por el mundo Buscando alivio á su dolor profundo.
Por un dicho, un rumor, un soplo vano Impulsada en su marcha se sentía. Desentra�ar pensaba e! hondo arcano Cuando del labio del viajero oía Que tiempo atrás, en páramo lejano, Al que su pecho ansiaba, visto había. Mas, lejos de alumbrarse así la senda, Crecía más su incertidumbre horrenda.
�A Gabriel Lajeuneuse?�Sí, lo hemos visto, Decíanle mil lenguas lisonjeras. Ese gallardo mo^o, tan bien quisto, Recorre con Basilio las praderas. Es entre los tramperos el más listo Decíanle otras, va por las riberas Del Padre de los ríos, á L�isiana, Con larga, emprendedora caravana.
� 8íJ ~
No faltó quien le hiciera reflexiones: «Tu alma ilusa, decíanle, �qué aguarda? �No hay como el de Gabriel cien corazones? �Es ya ceniza el que tu pecho guarda? Del hijo del notario las pasiones Agitó tu beldad, ¡ni�a gallarda! �Por qué un sí complaciente no le dices? ¡Vamos! ¡dale tu mano y sed felices!»
Eutonces respondía Evangeima, Disimulando su profunda pena: «Donde espontáneo el corazón se inclina Allí el alma, allí todo se encadena.
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El con su propia llama se ilumina,
Y alza un jardín en la desierta arena,
Y en albor de esperanza el cielo esmalta, Ese cielo sin sol cuando amor falta.»
Al oir estas frases de su boca Aplaudía el buen padre su cordura Y decíale: «deja que cual roca El vulgo te suponga fría y dura, Desde�a la opinión de gente loca Si juzga tu constancia una locura. Hija, tú sabes bien que nunca en vano Fluyó el amor del corazón humano. 12
�- 90 �
«Si su armoniosa, límpida corriente No fertiliza al corazón ajeno, De la tranquila, originaria fuente Vuelven sus aguas plácidas al seno. ¡Tu amorosa misión cumple paciente! ¡Persevera con ánimo sereno! Asaltaránte en vano pena y duda Si de constancia y fe tu alma se escuda! >
Así de su profundo abatimiento Alzábala infundiéndole esperanza,
Y aunque del muerto padre el pensamiento Su pecho hería como aguda lanza, Cuando oraba, en su oído un blando acento Murmurábale dulce: ¡ten confianza!
Y seguía, los pies, con sangre, rojos, Hollando espinas y rozando abrojos.
Las huellas, Musa mía, seguir quiero De la desorientada peregrina! No iré marcando el áspero sendero Paso entre paso en pos de Evangelina; Más sí la seguiré como el viajero El curso de corriente cristalina Que, sepultada entre la selva umbrosa, Murmurando se arrastra perezosa.
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Cuando el murmurio musical se aleja El viajero percibe su extravío,
Y hasta volver á oír la blanda queja En busca marcha del oculto río;
La linfa, al cabo, tímida y perpleja Sale deJ seno de su bosque umbrío,
Y al descubrirla el que tras ella vaga Feliz la sed en su corriente apaga.
II
Flores prodiga Mayo generoso.
Pasada del Ohio la ribera
Y el ancha boca delWabash undoso,
Bien tripulada embarcación lijera,
Del patriarcal Misisipí grandioso
Por la dorada espalda va velera.
Son víctimas del bárbaro tirano
Que errantes van en busca del hermano.
Cual de la nave que en el mar naufraga Los nautas flotan sobre balsa ruda, De la nación que zozobrara aciaga Entre el horror de tempestad sa�uda, La triste gente por el río vaga Presa de hondo pesar y amarga duda; Y al lado del piadoso sacerdote Navega Evangelina en aquel bote.
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Ya los engolfa rauda catarata, Entre islas verdes, por pasaje estrecho: Ya corriente veloz los arrebata De albos algodoneros bajo techo; O ya entre arenas cual bullente plata Que en remolino surgen de hondo lecho, Al resplandor de diamantina luna, Desembocan en plácida laguna.
Así corre la intrépida barquilla Por el seno del río turbulento, Sobre las selvas que atraviesan brilla Sereno el azulado firmamento, Y noche á noche en la bre�osa orilla Reposan en abierto campamento Al resplandor de vividas hogueras Que con su luz espantan á las fieras.
Albo como el armi�o y elegante Sobre la onda el pelícano se mece; Vegetación soberbia, exhuberante Del ancho río en las orillas crece, Y como entre esmeraldas el diamante Entre ca�averales resplandece, Al lado del hogar del Africano La mansión luminosa del Sudiano.
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Engolfándose van por las regiones Do el ardiente verano hincó su rueda; En donde de naranjas y limones Se carga la aromática arboleda; Donde embriaga nuevas poblaciones Con su rico perfume el aura leda; Y del Misisipí la honda corriente Dobla, en curva magnífica, al Oriente.
Tuerce también su rumbo el débil barco
Y entra en una abra plácida y serena; Tenebrosos cipreses hacen marco
A aquella triste, misteriosa escena; Inclinado el ramage forma un arco Que de solemne pompa el cuadro llena,
Y cuelgan de las copas los festones Como del cenotafio los crespones.
Allí silencio sepulcral se asienta Tan sólo por la garza interrumpido O por buho que anuncia la tormenta Con fatídico, lúgubre chillido Cuando torna en la tarde cenicienta De las praderas á su oculto nido; Y el astro de la noche que se encumbra Como entre ruinas macilento alumbra.
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Todo es obscuro, misterioso, aciago, En esa escena tropical y estiva; Entre la sombra, de futuro estrago Asalta al peregrino alarma viva; Q,ue así como al rumor distante y vago Pliega su cáliz tierna sensitiva, Antes que el dardo el infortunio arroje El alma lo presiente y se recoge.
Cuando la grave cruz abrumadora Su delicado espíritu quebranta, Una visión celeste, encantadora, De Evangelina el corazón levanta; Las sombras de su noche aterradora Disipa luminosa la fe santa De que Gabriel alienta en ese clima Y hacia él por instantes se aproxima.
Alzase un pescador sobre la prora,
Y por saber si en el obscuro río Navega otra partida exploradora, Su cuerno pastoril sopla con brío; El aire hiende la se�al sonora,
Y penetrando por el bosque umbrío Como en el hondo seno de la tumba, Bajo sus negras bóvedas retumba.
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En la extensión immensa de! paisaje Sordos ecos suscita por doquiera, Y vienen á espirar bajo el ramage A lo largo de la húmeda ribera; En vano el pescador á su mensage De otra voz la respuesta ávido espera: El grupo vé, con sentimiento vivo; Tornar aquel silencio primitivo.
La ni�a duerme ya...boga la gente Alzando con su canto alegre bulla; Con apagadas voces la corriente, Cuando guardan silencio, los arrulla Orea el sudor tibio de su frente El aura, que los gritos de la grulla Y del caimán deforme los quejidos. Trae en sus leves alas confundidos.
Cándida aurora en el oriente raya,
Y se divisan, entre niebla rota,
Los lagos del tranquilo Atehafalaya. Sobre los pliegues de las aguas flota De la ninfea la familia gaya Que entre follage exhuberante brota;
Y sobre el grupo que incesante rema írgue el loto gentil su áurea diadema.
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Ostenta el ave matizada pluma Su rico aroma la magnolia exhala, El tibio ambiente que la flor perfuma Lánguido de molicie pliega el ala; Y sobre copos de nevada espuma La pintoresca embarcación resbala Por entre verdes islas nemorosas Bordadas de jazmines y de rosas.
La sombría quietud de la floresta Con atractivo poderoso invita A solazarse en descuidada siesta A aquella banda mísera y proscrita; Amarra la barquilla mano presta A un corpulento sauce de Wachita, Y la tripulación se desparrama á reposar sobre la verde grama.
Bajo un frondoso cedro allí se tiende.
Balanceados por el aura pura
Verdes bejucos de sus ramas penden
De escalera silvestre en la figura;
Si ángeles hay que ascienden y descienden
La escala de Jacob en la Escritura,
De avecillas la turba vocinglera
Sube y baja esta rústica escalera.
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La ni�a, en dulce sue�o trasportada, Ye de su árida vida en el desierto De súbito la sombra disipada,
Y de flores el páramo cubierto; Raya en Oriente mágica alborada,
Ei cielo está á su espíritu entre abierto,
Y en gratitud ante el divino ensalmo Sonoro arranca de su pecho un salmo.
Por la mansa corriente, voladora, Ligera y frágil barca se desliza Conduciendo partida cazadora Que su marcha con cantos ameniza; Al Norte mira la cortante prora Y el agua trasparente apenas riza; Fijo lleva su rumbo aquella barca Del castor y el bisonte á la comarca.
Con faz desencajada y macilenta, Signo de un corazón despedazado, Mancebo melancólico se sienta En la ancha popa del timón al lado: Es Gabriel, que batido en la tormenta, El Oeste recorre dilatado, Para su tierno corazón herido El bálsamo buscando del olvido.
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Se aproxima á la isla el leve bote; Mas adelanta por la orilla opuesta,
Y no divisa bajo el sauce á flote
A la otra barca oculta en la floresta; Por más que el remo sobre la onda azoté No alcanza á perturbar la dulce siesta
Y un ángel no hay que anuncie á Evangelina Que el bien que tanto anhela se avecina.
Pasa el bote del céfiro impelido Cual cruza blanca nube el firmamento; Del remo en los toletes el crugido Piérdese arrebatado por el viento; El grupo, sobre el césped adormido, Despierta de su blando arrobamiento, Y la ni�a, saliendo del reposo, Dícele suspirando al religioso:
� «¡Antorcha mía, Padre Feliciano! Una secreta voz mi pecho halaga Y tenaz me murmura que cercano Mi adorado Gabriel por aquí vaga. �Es este, padre mío, sue�o vano? �Loca superstición que el juicio estraga? �0 es algún ángel que á piedad movido A anunciar la verdad bajó á mi oído?»
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Luego agrega entre púdicos sonrojos: «Perdonad, me averg�enzo, padre mío. De presentarme loca á vuestros ojos Consultando tan necio desvarío!...» �«De tu mente no son vanos antojos, Grave responde el sacerdote pío, Que es el presentimiento la advertencia De sabia, inescrutable Providencia,
«Es hondo y silencioso el sentimiento, Mas su flotante inspiración es, hija, Cual boya que en continuo movimiento Anuncia que en el fondo hay ancla fija; Próximo está Gabriel este momento, Esa voz de tu espíritu prohija, Pues en estos que ves fértiles prados San Mauro y San Martín están fundados.
Allí á la novia el venturoso amante De ósculos cubrirá la tez de rosa; Recobrará el pastor su grey errante Que ha tiempo busca con el alma ansiosa, Sobre ese suelo, bajo un sol radiante, El Creador, con mano generosa, Sus más preciados dones verter quiso Y formó de Luisiana un paraíso!»
Con tal himno de aliento se prepara A proseguir la gente el largo viaje, Como un mágico el sol su ardiente vara Desde el ocaso extiende á aquel paisaje: Y cual si á su contacto se incendiara. El aire, el suelo, el río y el follage Con rojas tintas se transforman luego En océano undívago de fuego.
Cual por la azul esfera suspendida La nacarada nube correr vemos; La barca por las auras va impelida Y llueven perlas de los blancos remos; Evangelína el alma lleva henchida, Ante esos espectáculos supremos, De viva admiración y de ternura Imaginando próxima ventura.
Extasiada en delicioso encanto Deja que su alma al cielo se remonte, Brillan las fuentes de su afecto santo Como en su torno brilla el horizonte; Suelta su libre armonioso canto Columpiado en los sauces el sinzonte, Y parece prestarle atento oído El paisaje en silencio sumergido.
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Son sus primeras notas quejumbrosas; Loco delira luego, y se diría Que de Bacantes lúbricas, furiosas, Con su canto enardece hórrida orgía; Da en pos notas aisladas, dolorosas, Y lanza en fin raudales de armonía Como de estremecidos carrizales Cae sonante lluvia de cristales.
Con tal preludio el barquichuelo llega Al Teche, que cruzando la campa�a Las admiradas Opelusas riega
Y varios pueblos en su curso ba�a. Tras de los arbolados de la vega Nube de humo azulado el aire empa�a, De un cuerno pastoril se hoye el gemido
Y del toro el raucísono bramido.
*=^^í
III
Del río al margen, sobre el verde lecho Tiene un pastor su choza construida. Sombra suave extiende sobre eí techo Haya frondosa en que el zorzal anida; Crece á sus plantas el ramoso helécho Que con dorada hoz podaba el Druida, Y un cercado florido la circunda Cuyo exquisito aroma el aire inunda.
Baranda que á la vez sirve de reja La sencilla cabana en torno abraza; Caprichoso, formando red compleja; El silvestre rosal á ella se enlaza; Allí, en la tarde zumbadora abeja De flor en flor libando se solaza, Y se eleva cual símbolo de amores Enhiesto palomar entre las flores. 14
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El sol en occidente reverbera Dorando de los árboles la cima; Manto de sombra plácida y ligera De la pajiza choza cae encima; El rojo disco enciende la pradera Mientras más al ocaso se aproxima Húndese al fin en la florida alfombra Y sucede á su luz diáfana sombra.
Del último fulgor la luz suave Un grupo ele nopales ilumina,
Y aparecen fantásticos cual nave Que en el mar de los trópicos camina. Sus ramas lona son, que en calma grave Se pliega al mástil lánguida y mohina,
Y al cordaje marino bien remeda
La vid que por los árboles se enreda.
Do la pradera su florida ola Estrella contra el bosque, caballero Con arreo y montura á la espa�ola Está sobre un bridón el ganadero. De la piel de los siervos que allí inmola Es su traje; y por bajo de un sombrero Aliancho, al uso de la Nueva Espa�a, Contempla como due�o la campa�a.
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En ese verde y extendido prado Vaga rumiando sobre el pasto tierno Lucio y abundantísimo ganado Que el rigor no conoce del invierno; Requiere el ganadero del costado El pastoril inseparable cuerno, Lentamente lo lleva hacia la boca E hinchiendo el pecho con vigor lo toca.
Del viento arrebatado va el ruido Y el ganado, que libre el pasto muerde, Como rizos de espuma en mar batido, Alza los cuernos sobre la onda verde; Mira un punto, y con áspero bramido Se lanza á las praderas y se pierde Donde el ojo á seguirle ya no alcanza. Como una vaga sombra, en lontananza.
Volviendo el ganadero á su alquería Ve que vienen a él por los ribazos El abate y la ni�a en recta vía. Sueltos dejando á su corcel los lazos, Asombrado y radiante de alegría, Hacia ellos vuela con abiertos brazos Y ellos al ver de cerca su semblante Al herrero conocen al instante.
Basilio, del jardín por el sendero, Con abrazos les da la bienvenida,
Y de cómo llegó á su verde otero Les cuenta en la enramada florecida; El buen padre, á su vez, dice al herrero Las tristes aventuras de su vida,
Y en tanto, viendo que su novio falta, Negro temor á Evangelina asalta.
Percibiendo Basilio el incidente,
Dice entonces un tanto embarazado:
«�Del río Atchafalaya en la corriente
Cómo es que á mi Gabriel no han encontrado?»
A esas palabras la doncella siente
El tierno corazón despedazado:
�Ha partido Gabriel? trémula exclama,
Y el rostro oculta y lágrimas derrama.
Del corazón de la inocente ni�a Quiere extraer Basilio la saeta. Dícele: «Antier no más esta campi�a De prisa abandonó: ¡prisa indiscreta! Con la fortuna adversa siempre en ri�a, Desorientada, mísera é inquieta, Ya no podía soportar su alma De esta vida monótona la calma.
«Vagaba como hastiado de este mundo En sombra de fatal melancolía; Llena su alma de tí, meditabundo. Uno tras otro sol lo sorprendía; Mostraba a los demás desdén profundo, Y caviloso el pueblo se ofendía Cuando de aquí partiendo hace dos soles Se dirigió á una aldea de espa�oles.
«De allí irá á visitar toldos indianos
Y llegará de Ozark hasta los montes, Vagará por las selvas y los llanos
A caza de castores y bisontes; Mas, serena tu espíritu, que ufanos Por esos dilatados horizontes En pos del fugitivo marcharemos
Y á esta grata prisión lo arrastraremos.»
En esto de cien voces la algazara Trae la blanda brisa hasta su oído,
Y Evangelina en el cantor repara, Que en brazos de la plebe suspendido, Viene con su violín y alegre cara; Huésped constante del herrero ha sido,
Y allí en tardes serenas, á raudales Su música prodiga á los mortales.
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Ha conquistado el ministril su fama Con su instrumento y cana cabellera, Y donde quiera que lo ve, lo aclama La campesina turba vocinglera. Suena el violín; sobre la verde grama Danzan al son de música ligera, Hasta que viendo al Padre Feliciano Corre á darle un abrazo el listo anciano
Solícito á sus huéspedes festeja
El buen Basilio en medio de su encanto:
Parécele fantástica conseja
Tan extra�a ventura y placer tanto;
Luego, salvando la florida reja.,
Cruzan por ancha senda de amaranto
Y entran en la cabana do extendida
Aguarda ya la mesa abastecida.
Asómbrase la gente en su simpleza Viendo á su antiguo y mísero Vulcano Convertido en se�or de tal riqueza
Y de región tan vasta soberano. El pinta la feraz naturaleza Diciéndoles que allí tender la mano Es todo cuanto el hombre necesita;
Y más su muda admiración excita.
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Mientras la buena gente se embriaga De la sencilla fiesta en la alegría. Ante la noche tenebrosa apaga Su. tenue luz el moribundo día; La emperatriz del cielo sube y vaga Vertiendo sobre el bosque su luz fría, Y en el festín su rayo plateado Cual huésped se presenta inesperado.
De pié Basilio está en la cabecera; De allí prodiga con largueza suma Enternecida y franca su alma entera
Y purpúreo licor alzando espuma; Saca de la bordada tabaquera
Del Natchitoche que en el Sur se fuma; Abastece la pipa, en pos la enciende,
Y así declama al grupo que le atiende:
�«Bienvenidos de nuevo, amigos míos, Que habéis andado errantes tantas horas; De nuevo aquí recobrareis los bríos Gastados por fatigas roedoras; El invierno la sangre cual los ríos No hiela en estas tierras seductoras, Y cual vuela en el mar quilla ligera Aquí el arado rasga la pradera.
».Prófugo de sus bosques dé azahares, Plácido sopla el céfiro halag�e�o, Crecen las nuevas flores á millares En lo que dura de una noche el sue�o; De verde pasto por revueltos mares Vagabundo el ganado va sin due�o, Y la segur transforma en la monta�a La encina a�osa en nítida cabana.
«Y cuando el fértil seno de la tierra Cubra mies ondeante y amarilla, No habrá tirano Jorge de Inglaterra Que azuce de sus perros la trabilla Moviendo á los pastores cruda guerra Y destrozando su naciente villa, Ni se verá por el real encono De su hogar arrancado el buen colono.»
Al recordar el maldecido agravio, Montado en ira el labrador despide Espesa y blanca nube de su labio
Y el salón con violentos pasos mide; Alzase entonces el sacerdote sabio,
Y caridad y mansedumbre pide
En nombre de aquel Dios que los reúne
Y que nunca al malvado deja impune.
� 113 �
Torna Basilio á hablar desde su asiento Con voz suave y ademán tranquilo: «Amigos, dice, aquí, su estrago cruento Hace la fiebre con agudo filo; Y nadie escapa á su furor violento Aunque lleve á su cuello atado un hilo De que penda una ara�a, cual solía Hacerlo el pueblo en nuestra Acádia fría.3
Se oye alegre rumor en los portales
Y pasos en los anchos corredores: De aquellos campos son los naturales
Y nuevos Acadenses labradores. Vienen á reforzar los comensales
Y á disfrutar también de los favores Que el hacendado liberal prodiga
A cuánta se le brinda gente amiga
De la alquería luminosa adentro, De vecinos y antiguos camaradas Jovial y venturoso es el encuentro; Almas por tanto tiempo separadas Abrazándose al fin en común centro, Sus ardorosas ansias ven colmadas, Y al recordar la patria que perdieran Son amigos allí los que antes no eran. 15
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Desde una oculta cámara inmediata El violín de Miguel sonoro vibra
Y al raudal melodioso que desata La alegre gente á retozar se libra; El entusiasmo al público arrebata Al son que da la atormentada fibra,
Y cien zagalas van vertiginosas Girando como aéreas mariposas.
Basilio y el abate Feliciano Conversan del pasado y el presente, Mientras Evangelina trata en vano De simular contento entre la gente; El fúnebre rumor del océano
Y el muerto padre asáltanle la mente; La alegría genial la martiriza,
Y al jardín sollozando se desliza.
Hermosa está la noche; ni una nube El estrellado firmamento empa�a, La luna magestuosa por él sube
Y en argentina luz el bosque bafia; Sus destellos, cual rizos de un querube, Hieren las ondas entre espesa ca�a
Y brillan cual ensue�o de ternura
En el fondo abismal de un alma oscura.
Como almas tiernas que de amor henchidas Aun en la soledad dicen de amores, En sus flexibles vastagos mecidas Su aroma exhalan las abiertas flores; Abátense las auras adormidas Por la# grata embriaguez de sus olores, Y, cual vaga el cartujo bajo el claustro, Rueda la noche en silencioso plaustro.
De espesa sombra el corazón cubierto, Más que el albo jazmín rica en fragancia, Evangelina vá con paso incierto Atravesando la florida estancia; Llega donde termina el verde huerto
Y se vé la pradera á la distancia,
Y al rayo de la luna, en calma plena, Su ser una ansia indefinible llena.
Allí el campo sin límite se extiende, El vagoroso céfiro suspira, Y en la serena atmósfera que enciende Voluble enjambre de lucernas gira; Legión de estrellas por el cielo asciende, Ese cielo que el hombre ya no admira Sino cuando lo rasga en vuelo aciago Flamígero cometa augur de estrago.�
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Allí en la soledad al libre viento,
� «¡Oh mi amado Gabriel! la ni�a exclama,
Tan cerca estás de mí y aún no tu acento
Llega al oído de quien tanto te ama!
Tornando del trabajo veces ciento
Te habrás sentado aquí, sobre esta grama!
�Cuándo será que pueda en dulces lazos
A tu cuello ¡oh Gabriel! ce�ir mis brazos?»
Súbito vibra de un gorrión la nota, Como mágica flauta en la espesura,
Y arrebatada por el viento flota En el monte y la selva y la llanura. Desde el retrete do la linfa brota, «¡Paciencia'» el haya secular murmura,
Y del ancha pradera el aura ufana Suspirando respóndele: «¡Ma�ana!»
Raya serena el alba al nuevo día; El lozano pensil con fresco lloro Del sol las plantas nítidas rocía; Las flores su balsámico tesoro De los cálices vierten á porfía Gratas ungiendo su cabello de oro; Y Basilio y la ni�a entre el ramaje Se alistan á emprender el nuevo viaje.
� 117
De pié el abate en el dintel sombrío
�«Adiós!» les dice, que traigáis muy luego
A ese nuevo hijo pródigo confío;
Cuide la virgen necia que su fuego
No se vuelva á extinguir, como en el río
Cuando iba Dios á coronar su ruego!»
Ambos la mano dan al sacerdote
Y al río bajan donde aguarda el bote.
De la risue�a aurora á la luz grata Llenos los corazones de contento, Cual si fueran en rápida regata, Van del triste Gabriel en seguimiento. Al infeliz en tanto lo arrebata De su destino el huracán violento, Cual hoja que del árbol desprendida Vuela por los desiertos impelida.
Ni aquel día, ni al otro, ni al siguiente Huellas de su camino hallar es dado Ni en las selvas que bordan la corriente, Ni en los lagos serenos, ni en el prado. Pero, tenaz en su entusiasmo ardiente Sigue la exploración el grupo, guiado Por rumores tan vagos como inciertos, Atravesando selvas y desiertos.
� 118 �
Deshecha aquella gente de fatiga De Adayes en la villa al fin se apeaEl gárrulo ventero en charla amiga Da á Basilio las nuevas que desea, Y le aconseja que la marcha siga, Pues la víspera sólo, de la aldea, Con rumbo á las praderas dilatadas,. Partió Gabriel con varios camaradas.
IV
Extiéndense al oeste los desiertos En que la sierra altísima levanta Picos de nieves perennal cubiertos. Por la tortuosa y áspera garganta Dócil marchando en pos de los expertos El convoy de inmigrados adelanta. Corre allí el Oregón hacia el oeste. Y el Waleway y el Owijí hacia el este.
El valle de Agua-Dulce entre amapolas Recorre á saltos locos el Nebraska. Bajan desde las sierras espa�olas, Aunque el granito á veces los atasca. Torrentes numerosos cuyas olas Formando van magnífica borrasca, Y al mar se lanzan con audacia suma. Arboles arrastrando entre su espuma.
Entre uno y otro rápido torrente Pradera dilatada amarillea,
Y torna soporífero el ambiente Sementera de adelfa que allí ondea. El sol desde su trono refulgente Aquel jardín sin límites otea,
Y vagan por las faldas de los montes Antílopes, venados y bisontes.
Con ímpetu salvaje los corceles Nunca sujetos á tirante brida, Cruzan por entre verdes mirabeles, Mientras el lobo hambriento en su guarida Acecha los pacíficos tropeles Para atacar la presa apetecida; Y allí mas fiera de Ismael la raza De sangre fraternal regueros traza.
El buitre bate sus oscuras alas,
Y en círculos sin fin alzando el vuelo, Del indio que cayera entre las balas Parece el alma ser, que desde el suelo Por invisibles, mágicas escalas
Se remonta á la bóveda del cielo;
Y por doquiera en los confines sube Del toldo indiano la azulada nube.
El oso gris, espeluznado, ura�o, De la oscura caverna en que se encaja Cual rudo, misantrópico ermita�o, Al valle en busca de alimento baja; Allí apaga su sed en fresco ba�o, Sacia el hambre en raíces que desgaja; Y allí en toda su pompa j su grandeza Reina sola con Dios Naturaleza.
Gabriel, con sus léales cazadores, Ya dejaba á su espalda la pradera Y nueva senda abriendo entre las flores Iba del monte Ozark por la ladera. Basilio, consultando los rumores, Llega allí con la novia; y ella espera Según lo que asegura indiano guía, Alcanzar á su amante cada día.
Cree una vez la doncella en lontananza De un campo distinguir la luz rojiza; El grupo entonces anhelante avanza, Mas encuentra al llegar sólo ceniza; No abandonan por eso la esperanza, Ella de nuevo el entusiasmo atiza, Pues fija de su pecho va en el centro La dulce perspectiva del encuentro. 16
Es ya dé noche. El grupo fatigado
En pos de una jornada larga y ruda,
Por ardiente fogata iluminado,
Yace en la tierra frígida y desnuda.
Entra una india y de la hoguera al lado
Se sienta sola, pensativa y muda;
De hondas angustias en su rostro hay huellas
Y de paciencia tan tenaz como ellas.
Interrogada por Basilio cuenta
La lamentable historia de su vida:
De los Oomanches la nación sangrienta
Asesinó á su esposo, y afligida
A su tribu Choní volver intenta
Por esa antigua ruta conocida.
La gente al escuchar tal desventura
Reverencia la tétrica figura.
Movidos los virtuosos corazones Minístranle afectuosos el consuelo Que está á su alcance, y tiernas atenciones, Fraternizando con su intenso duelo. Dánle de siervo asado dos raciones, Y la ni�a, guardándola del hielo, Echa á la india infeliz sobre la espalda Manta velluda de encarnado y gualda.
� 123 �
Cuando sobre la tierra áspera y yerta, (Que no hay para el cansancio cama dura) Con sus espesas mantas bien cubierta La gente el sue�o conciliar procura Y el último tizón con luz incierta En los semblantes pálidos fulgura, La ni�a, de la india acompa�ada, Yan á sentarse solas á la entrada.
Allí, con esa voz meliflua y lenta Que entre las indias tribus es notoria, Sus desdichas tristísimas le cuenta
Y suspira evocando su memoria. Evangelina, en tanto, escucha atenta Esa á la suya semejante historia,
Y en conmoción simpática y profunda Su rostro angelical el llanto inunda.
Calmada empero su punzante herida Pues otra que ha sufrido está a su lado, Le refiere el poema de su vida También de dicha y de dolor formado. La india escucha en silencio sumergida Aun después que la ni�a ha terminado, Y, cual venciendo pesadilla horrenda, Cuéntale al fin de Mówis la leyenda.
� 124 -
Mówis, de quien la Nieve siendo esposa, Cedió de otra beldad a] blando hechizo,
Y á la Nieve burlando, á aquella hermosa Votos de eterna adoración le hizo; Mówis á quien en su ira rencorosa
Con sus rayos de fuego el sol deshizo,
Y á quién, desde ese día, la doncella, Sin lograrle alcanzar, sigue la huella.
Cuéntale en pos la historia de Lilina, Quien del nativo huerto entre el follaje Vio al fulgor de la luna diamantina Bello fantasma de voluble traje,
Y fascinada por su voz divina
En su séquito audaz, entró al boscaje, Perdióse en medio al laberinto oscuro
Y nunca regresó al paterno muro.
Presa de mil extra�as emociones, La ni�a escucha á la choní parlera Sus tristes y veladas tradiciones; Parócele un encanto la pradera, Las nubes y los árboles visiones, Y su huéspeda indiana, una hechicera, Cuando la sombra á herir sube oportuna Sobre las crestas del Ozark la luna.
Con el gárrulo ambiente se armoniza El rumor de apartada catarata, El cercano arroyuelo se desliza Murmurando entre guijas con voz grata: El manto de ovas que el cristal tapiza Torna la luna en fulgurosa plata, Y el soplo de la noche blando mece La espada�a gentil que al borde crece..
Lleno de puro y amoroso anhelo
De Evangelina el corazón rebosa,
Mas luego hincando en él su garra el duele
Atorméntalo más, y más lo acosa;
Así en el nido al tímido polluelo,
Sorprende la serpiente venenosa
Con mirada flamígera lo espanta
Y entre ásperos anillos lo quebranta.
No es el que la penetra horror mundano;
La hiela de las almas el aliento
i�ue gira en torno al pavoroso llano;
Asáltala un instante el pensamiento
De que en pos de un fantasma corre en vano
Como la virgen del indiano cuento,
Y en medio á tanto horror y tanta sombra
Duérmese al fin en la florida alfombra.
� 126 �
Prosigúese la marcha interrumpida Al relucir de la siguiente aurora. La triste indiana anuncia á la partida Que en un soto, á distancia de una hora^. Se alza una villa agreste y reducida En que el caudillo misionero mora Y el cristianismo, sin temor de ultrajes,. Va ense�ando afanoso á los salvajes.
Con emoción secreta y repentina �«Allí noticias encontrar espero,» Precipitada exclama Evangelina; Adopta la partida aquel sendero, Y al tramontar'una áspera colina, Sobre la verde margen de un estero Las albas tiendas ven de los cristianos: La misión del Jesuíta en esos llanos.
Bajo un antiguo roble que frondosa
En el centro se eleva de la villa,
El cacique de túnica, piadosa
Con numerosa prole se arrodilla,
Un crucifijo atado al tronco a�oso
Con los celajes de la tarde brilla,
Vuelta la faz agonizante y tierna
Al pueblo que á sus plantas se prosterna.
� 127
Los arcos cruza del cimborio aéreo Lleno de unción el religioso canto, Confundiendo sus notas el salterio Con el susurro del hojoso manto; Acércanse atraídos del misterio Los peregrinos á aquel grupo en tanto, Y apeándose allí de los bridones Se asocian á las tiernas devociones.
Al terminar las vísperas, y dada La bendición que á la sumisa gente Distribuye la mano consagrada, Como esparce el labriego la simiente. Se acerca á la partida desmontada El padre, y saludando complaciente, Al oir en la selva el propio idioma, Alegre luz á su semblante asoma
A un neófito encarga los corceles
Y él conduce á su choza al peregrino. Allí le invita sobre blandas pieles
A reposar del áspero camino;
Con silvestres panales de albas mieles,
Harina de maiz y fresco vino
Al fatigado caminante agracia,
Y su hambre v sed el misionero sacia.
� m �
Basilio.al punto cuéntale su historia,,
Y el grave sacerdote le contesta:
«Seis días há, si exacta es mi memoria,, En esta choza que su sombra os presta. Gabriel, entre su banda migratoria, Contóme esta leyenda asaz funesta,
Y en él impresa de dolor la estampa, Marchó de nuevo á la anchurosa pampa.)
Por la agena desgracia enternecido Les habla el misionero en voz suave, Mas de la ni�a el pecho dolorido De sus palabras siente el peso grave; Como la nieve en el desierto nido Que en vuelo ingrato abandonara el ave. Cae en su corazón la infausta nueva Y hielo sepulcral á su alma lleva,
«Hacia el norte su marcha ha continuado. Sigue el apóstol, y confiado espero Que, cuando haya la caza terminado, Ha de tornar Gabriel por este otero.» La ni�a entonce exclama:�«Padre amado. Su vuelta en la misión aguardar quiero!» Basilio consintió y al otro día, Dejándola regresa á su alquería.
� 129 �
Lentos pasan los días y los meses,
Y el maíz que al llegar sembrando viera A aquellos laboriosos feligreses, Ondea alto y flexible en la pradera
Y ofrece ya sus sazonadas mieses Entre la verde y rubia cabellera; Cébase en la mazorca la avecilla,
Y en sus lozanos vastagos la ardilla.
El neófito al sol ya lo desgrana Y del verde follaje le despoja; Cuando descubre la inocente indiana Mazorca tierna y como sangre roja, Allí de amores precursora ufana, Con candor inefable se sonroja; Pero ni esa mazorca coralina Vuelve el perdido amante á Evangelina.
No hay día en que el apóstol no la exhorte: «Ten paciencia, le dice: al cielo ruega, Si quieres que en tu pena te conforte. �Esa planta no ves que al sol despliega La delicada flor mirando al norte? Dios la hace germinar y Dios la riega, Brújula que dirige al caminante Por la espaciosa soledad errante. 17
«Tal en el alma humana es la creencia! De la ardiente pasión las gayas flores Encierran en su cáliz rica esencia, Pero con sus pestíferos olores Prostituyen y arixian la inocencia; Sólo esta flor de plácidos colores, Puede guiarnos, ce�ida el ancha frente De asfódelos rociados con nepente.»
Pasan así el oto�o y el invierno
Y no llega Gabriel; la primavera Los campos cubre ya de pasto tierno,
Y puebla el bosque turba vocinglera; Sucédela el verano; el ancho cuerno De la copia derrama en la pradera,
Y un rumor trae el viento vagaroso Más que el trino del ave melodioso.
Muy lejos, dice, al norte y al oriente, Del Michigan en la floresta umbría, Del Sagino bordando la corriente Gabriel desconsolado vive hoy día. únese al punto á hospitalaria gente Que al San Lorenzo marcha en recta vía Y adiós diciendo á la misión amada, Emprende Evangelina esa jornada.
� 131 �
Cuando en pos de cien marchas peligrosas
Esperanzada llega Evangelina
Al fondo de las selvas magestuosas
Que al lago Michigan forman cortina;
Halla junto á corrientes caudalosas
Desolada la choza y en ruina,
Do aguardara Gabriel, pensando en ella.
La aparición de su eclipsada estrella.
Así el tiempo fatídico resbala,
T en diversos lugares y estaciones
Se ve á la errante y púdica zagala,
Ya del Moravo humilde en las misiones.
Ya do ruidoso ejército se instala;
Ora entre chozas, ora en poblaciones
Vaga como visión, luego se aleja
Y ni memoria de su paso deja.
De juventud radiante y de hermosura Con fe emprendió la ni�a el largo viaje,
Y exhausta ya, colmada de amargura, Termina su fatal peregrinaje;
Cada día agravando su tortura
La adversidad le inflige nuevo ultraje,
Y cual destellos de segunda aurora Más de una hebra de plata su sien dora.
Y
«En esa tierra plácida que ba�a
El Delawér, y que á la dulce sombra
De alta floresta y pastoral cabana
A Penn, su apóstol, reverente nombra;
Allí, de la fructífera campa�a
Sobre la igual, terciopelada alfombra,
La ciudad que él fundó marca su huella
Y del río á las márgenes descuella.
Sus calles repercuten todavía
Los nombres de sus árboles frondosos,
Como ansiando aplacar con su armonía
A las dríadas y silfos nemorosos
Que vieron con enojo el hacha impía
Invadir sus retretes misteriosos;
Y allí el aura es fragancia, y la hermosura
En el pérsico ve su imagen pura.
Arrojó en esta playa el Océano
A Evangelina huérfana y proscrita,
Y si patria y hogar le hurtó el tirano Aquí otra patria con amor la invita. Rene Leblanc, el venerable anciano, Reposó aquí su dilatada cuita,
Y de cien descendientes, uno apenas Vio en torno suyo al rematar sus penas.
Para su amiga en Filadelfia había Algo que hablaba al corazón siquiera, Algo que murmurarle parecía: «Entre nosotros no eres extrangera.» Y el cuácaro tutear que en torno oía Le recordaba aquella paz primera, Aquel Edén de iguales y de hermanos, Arcadia realizada entre cristianos.
Así, cuando por fin cesó en el mundo Esa persecusión que nunca alcanza Su objeto; aquel afán ciego, infecundo; Ese loco esperar sin esperanza: Entonces, sofocando en lo profundo Del corazón la impía desconfianza, Volvióse aquí, como hacia el sol las hojas. Aquella alma en tinieblas y congojas.
Y cual se ve desde eminente cumbre Plegarse y disiparse el cortinaje
De niebla matinal, y ^entre áurea lumbre Ir surgiendo el magnífico paisaje,� Poja ciudad de innúmera techumbre, Quintas y aldeas como suelto encaje,
Y entrelazando hogares y plantíos Caminos de oro y plateados ríos;
Así también se disipó en su mente La neblina falaz que la distrajo,
Y hoy al sol del amor resplandeciente Ve el mundo inmenso dilatarse abajo. El sendero asperísimo y pendiente Que entre angustias y lágrimas la trajo Perdió con la distancia sus fragores,
Y es va una calle de arbolado v flores.
Gabriel no ha muerto, vive en su alma: en ella
Su imagen brilla sin cesar, vestida
De amor y juventud: dos veces bella,
En flor de corazón y en flor de vida:
Cual lo vio última vez la fiel doncella
Extático en ardiente despedida,
Y más perfecto aún, que hoy lo acrisola
De eterna ausencia fúnebre aureola.
El tiempo no entra en su memoria; en vano
Los a�os, aunque lentos, se suceden:
No lian de cambiarlo en su tesón profano.
Transfigurarlo solamente pueden.
Para Gabriel no existe aquel tirano
De quien olvido y desamor proceden.
El ya no es un ausente: es como un muerto
Que al fin la mar depositó en su puerto.
Dulce paciencia, abnegación constante, Consagración activa al bien ajeno, He aquí lo que esa mártir anhelante Leyó escrito en las llagas de su seno. Así va á disfundirse en adelante Aquel amor de que rebosa lleno, Cual rica especia embalsamando el viento Sin perder su fragancia al dar su aliento.
Roto de la esperanza el frágil vaso, Y todo anhelo terrenal proscrito, Sólo ansia ya con reverente paso Seguir las huellas de Jesús bendito; Reanima el cuerpo quebrantado y laso Templándolo en el piélago infinito De la divina caridad, y ufana Ci�e el cordón humilde de la Hermana.
Meses, y a�os enteros, se deslizan
Viéndola infatigable en su tarea;
¡Cuánta llaga esas manos cicatrizan!
¡Cuánta miseria incógnita rastrea!
Por callejuelas que á hombres horrorizan
De puerta en puerta sin temor golpea,
Y para cada mal lleva consigo
Pan, luz, remedio, estímulo y abrigo.
Noche tras noche, cuando duerme el mundo Y ruedan por las calles desoladas, Entre ráfagas de aire gemebundo, Las voces del sereno acostumbradas; A tiempo que él anuncia aquel profundo Sue�o, y la paz y la quietud guardadas, Tal vez divisa en mísera boardilla Velando algún dolor su lamparilla.
Y día tras día el alemán labriego, Al entrar paso á paso con la aurora Rodando el carretón aldeaniego Colmado en frutos de Pomona y Flora; Cuando sus gritos turban el sosiego Del arrabal que aun duerme en esa hora, Ve que á su claustro vuelve entonces ella, Pálida de velar, mas siempre bella. 18
Cébase en la ciudad hórrida peste Precedida de lúgubre presagio,
Y en bandadas las aves del oeste Acuden como nuncios del contagio; Eclipsa al claro sol la alada hueste Cual nube precursora del naufragio,
Y en las que caen de la aérea flota Descúbrese en el vientre una bellota.
Y cual sube en Septiembre la marea Remontando corriente cristalina
Y pronto en lago desbordada ondea, La muerte así á la vida contamina. Con las heces inmundas que acarrea De la existencia la onda diamantina En un día fatal turba y empa�a,
Y roto el cauce, las ciudades ba�a.
No tiene la riqueza poderío, Ni encanto la beldad contra el tirano; Sin distinción fulmina el rayo impío La inexorable, destructora mano. Fórmase en torno al mísero el vacío, Y sin un compa�ero, ni un hermano, Se arrastra al hospital y allí perece, En ese hogar del que de hogar carece.
� 139 �
Entre el bosque, en la húmeda pradera, En los suburbios se alza esa morada Que en día no lejano verse espera Por la ciudad creciente circundada; Mas en medio del brillo de esa era Ha de leerse siempre en su portada La sentencia del Dios del Cristianismo: «A los pobres amad como á mí mismo.»
De día y en la noche tenebrosa
Viene la Hermana á ministrar consuelo.
Los moribundos en su faz hermosa
Descubrir se imaginan luz del cielo;
Divina irradiación, esplendorosa
Que, ya espirante, en su piadoso anhelo,
Juzga el paciente lámpara que luce
En la senda eternal que á Dios conduce.
De un día del Se�or en la ma�ana Por la desierta, silenciosa calle, Arriba al hospital la dulce Hermana; Perfuman gayas flores aquel valle, Y ella coge al pasar la más lozana, Porque en su ramo el moribundo halle El goce que su aroma le procura, Al borde de su triste sepultura.
Cruza el pórtico abierto y solitario; Llega remoto y blando hasta su oído, Del cristiano vecino campanario El gemebundo lúgubre ta�ido. El canto de los Suecos, triste y vario, Por las auras del campo conducido De su agreste capilla sale entonce Y se confunde con la voz del bronce.
Suave como el ala que se abate Siente su pecho bienhechora calma,
Y ya con fiebre el corazón no late,
Que una secreta voz murmura en su alma: «Hoy termina el mortífero combate, Vas del martirio á recibir la palma!»
Y entra con ademán noble y tranquilo, Del acerbo dolor al santo asilo.
Discurren silenciosas por la sala Otras vírgenes puras, de alba toca. Esta al que espira el cielo le se�ala, Aquella enjuga !a espumante boca; Y al que la vida suspirando exhala, Quedando inmóvil como yerta roca Vencido por la muerte en la ardua guerra, Los ojos ya sin vista ésta otra cierra.
� 141 �
Más de un mustio paciente se levanta
Cuando entra en esta sala Evangelina
Y aunque el dolor los miembros les quebranta
Se incorporan cuando ella se avecina:
Su seráfico rostro los encanta,
Pues brota de sus ojos luz divina
Que alumbra su dolor, cual rayo puro
De un calabozo en el abismo oscuro.
Mira en torno; comprende en el momento Que ya el final consolador, la Muerte, Ha puesto fin de muchos al tormento, Eludiendo, á par del achacoso, al fuerte. De formas conocidas más de ciento En la noche han partido de esta suerte, Y sus lechos están abandonados O ya por extrangeros ocupados.
De súbito detiene el paso incierto, Como de horror ó asombro poseída; Está su labio lívido entreabierto
Y es por temblor extra�o sacudida; El olvidado ramo ai suelo yerto
Se escurre de su,mano entumecida,
Y vuelan de su faz, cual sombra vana, El brillo y el frescor de la ma�ana.
- 142 �
De su terrible angustia eco profundo Arranca un ¡ay! del lacerado pecho, óyelo en su delirio el moribundo Y se incorpora en su mortuorio lecho; Un anciano su ac�os diciendo al inunda Está frente á la Hermana, á corto trecho. Por guedejas sedosas y argentadas Sus deste�idas sienes sombreadas.
A la luz de la aurora placentera Diríase que asume un breve instante Todo el frescor de juventud primera Del moribundo el pálido semblante; La fiebre atiza la encendida hoguera Y el labio tifie en púrpura quemante. La vida marca al hombre de esa suerte.. Para desviar al ángel de la Muerte.
Inmóvil, espirante y sin sentido La fuerza de su espíritu se agota, Y se ve por instantes sumergido De sombra eterna en la región ignota. Por el reino del sue�o y del olvido Hacia la eternidad en--rumbo flota, Cuando súbito hiere esa alma mustia El grito aquél de penetrante angustia
� 143 �
Y oye luego una voz que así suspira Con dulce acento y celestial ternura: «¡Amor mío! Gabriel!» y al punto espira Entre el silencio de su noche oscura. Entonces evocada ante sí mira
De su aurora infantil la escena pura, La aldea, el bosque, la florida alfombra,
Y Evangelina entre la fresca sombra,
Agólpase á sus párpados el llanto,
Y al elevar la trémula mirada
Se desvanece el primitivo encanto:
Allí está Evangelina arrodillada.
El se esfuerza en nombrarla; en su quebranto
Espira aquella voz, no articulada,
En el labio, que rígido, de hielo,
Hesiste indócil su amoroso anhelo.
Incorporarse quiere, mas en vano; E hincando Evangelina la rodilla La sien le enjuga con abierta mano Y refresca con besos su mejilla. Torna aquel rostro á sonreír lozano, Nuevo fulgor en su mirada brilla; Mas de súbito se hunde en sombra aciaga Cual esplendente luz que. el cierzo apaga.
� 144
Ya todo terminó: la espectativa,
La esperanza, el temor, el largo duelo,
Del tierno corazón la alarma viva,
Aquel inquieto, inextinguible anhelo,
Esa pena profunda y siempre activa,
Esa angustia constante y sin consuelo;
Y ella, al besar la inanimada frente,
«¡Gracias, oh Padre!» exclama humildemente.
*^q<^^>F5~t
Aun se alza allí la selva primitiva; Mas muy lejos están de su espesura Los que al fin alcanzaron su ansia viva Durmiendo en ignorada sepultura: Al pié del templo de ventana ojiva De triste olvido entre la sombra oscura Y en medio al pueblo que los vio espirantes Descansan juntos hoy ambos amantes.
El mar de la existencia los rodea;
Y va á estrellarse tumultuosa al lado De mil almas ardientes la marea Donde á las suyas reposar fué dado, Mil cerebros febriles allí orea
El aura que sus sue�os ha arrullado
Y llega más de un laso peregrino Donde ellos terminaron su camino.
19
� 146 �
Alzanse aún los bosques seculares; Mas á la sombra del ramaje habita Otra nación, que atravesó los mares Por suceder á la nación proscrita. El sitio do brillaron sus hogares Recorre á veces con la sien marchita Uno que otro acadenseT cuyo abuelo Regresara á morir al patrio suelo.
Se halla el telar activo todavía Del pescador humilde en la cabana; Las zagalas cual se usa en Normandía Ostentan su alba cofia en la monta�a; Se cuenta en el hogar en noche umbría De Evangelina la leyenda extra�a, Mientras gime el océano y la floresta Con dolorida voz le da respuesta!
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José Zapiola.�La Sociedad de la Igualdad 0 50
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M. Alfonso Daudet.�El Clavel Blanco, comedia en
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José Zapiola.�Recuerdos de treinta a�os 3 00
Aureliano Quijada B.�Quiebras. El Libro IV del Código de Comercio complementado con lo pertinente del Código de Procedimiento i» �, pasta 3 00
Pedro A. González.�Poesías, precio, rústica $ 3.50 i
empastado 5 00
G. Nú�ez de Arce.�Poemas, pasta 4 00
Lord Cochrane.�Memorias 5 00
Colección de Historiadores i Documentos relativos a la
Independencia de Chile, 13 volúmenes 52 00
<Notes
- Capuchin A Catholic friar.
Text prepared by:
- Grayson McCarty
- Alexsandra Mendez
Source
Cable, George Washington. "Posson Jone'" and P�re Rapha�l: With a New Word Setting Forth How and Why the Two Tales Are One. Illus. Stanley M. Arthurs. New York: Charles Scribner's Sons, 1909. Google Books. Web. 27 Feb. 2012. <http://books. google.com/books?id=bzhLAAAAIAAJ>.
